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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Jurar o prometer

La cuestión es si la elección laica resulta de por sí mejor e incluso si no debe haber alternativa por ser la única admisible y homologable con las democracias más avanzadas

Ignacio Molina
Acto de investidura de Sánchez ante el Rey.
Acto de investidura de Sánchez ante el Rey. Fernando Alvarado (EFE)

Nunca, desde 1978, había triunfado en España una moción de censura ni el presidente del Gobierno había sido investido sin que lo propusiera el Rey o sin pertenecer al partido ganador de las elecciones. Pero la llegada al poder de Pedro Sánchez no solo ha sido novedosa en lo político-constitucional sino también en lo simbólico por ser la primera vez que la toma de posesión en Zarzuela se realiza sin Biblia y crucifijo. Comentaristas y redes sociales han alabado o criticado el gesto según su orientación ideológica. Los más conservadores han visto mero postureo cuando no un desprecio a la tradición. En el polo opuesto se ha señalado que “por fin entramos en el siglo XXI” y que, en un Estado aconfesional como el nuestro, lo que debería escandalizar es la posibilidad de que alguien jure su cargo público ante signos religiosos ¿De veras?

No se puede imponer una fórmula que violente a quien sea ateo, profese una creencia distinta de la católica o simplemente no desee manifestarla en público. La posibilidad de prometer está garantizada en nuestro país y es probable que sea la más usada, en particular por los altos cargos de izquierda. El paso dado ahora –no exhibir elementos cristianos- responde a un cambio en la ceremonia que, en contra de lo que se ha dicho, no ha impuesto el nuevo presidente sino que se introdujo hace cuatro años por Felipe VI como opción. Mariano Rajoy prefirió la jura y los símbolos de costumbre. Pedro Sánchez ha decidido lo contrario.

La cuestión es si la elección laica resulta de por sí mejor e incluso si no debe haber alternativa por ser la única admisible y homologable con las democracias más avanzadas. No parece que el panorama comparado abone esa conclusión. Es de sobra conocido que la inauguración de los presidentes de EEUU acaba con un “So help me God”. Y no es una extravagancia. Alemania, Australia, Canadá, Holanda, Reino Unido o los países escandinavos incluyen invocaciones a Dios en las tomas de posesión y hasta las regulan en su Constitución. Lo contrario –el férreo secularismo de Francia o, hasta ahora, de Turquía- es más bien excepcional. Y, si bien en casi todos los casos puede optarse por eliminar lo religioso, líderes progresistas como Trudeau o Tsipras lo han mantenido.

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En resumen, es legítimo cuestionar que el protocolo otorgue protagonismo a una determinada creencia pero un país no es menos democrático ni mucho menos “medieval” por ello. Lo que sí puede ser en cambio anacrónico es cierta rigidez doctrinaria a la hora de condenar los usos históricos o las creencias mayoritarias de la sociedad que uno no comparte y la intolerancia hacia la libertad religiosa de quien, en un acto personalísimo, considere más oportuno prometer o jurar y hacerlo o no ante una cruz.

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