Nardos
Cada noche, cuando llegaba a mi hotel, pensaba en esas flores muriendo lejos de mí
Los nardos de mi balcón siempre florecían cuando yo no estaba en casa. Pero este año estuve ahí. Los vi abrirse, un bordado lento, esponjoso, y cuando los corté y los puse en agua la casa se llenó de un relente fresco que me hacía sentir descalza (aunque no estuviera). Eso duró tres días. Después, como siempre, me fui. Estuve en el norte, en un país de escarcha. Escuché a escritores leer en danés, en noruego, en alemán. Escuché a un hombre tocar (muy mal) la gaita en una esquina. Estuve en una misa cantada en la que el coro usaba atuendos de un azul tan definitivo que parecía una opinión. Vi, con diferencia de una hora, a un hombre caerse en la calle y quebrarse una pierna, y a un ciclista estrellarse contra la puerta de un automóvil que el conductor abrió sin mirar, y tomé ambos accidentes como una señal de que debía volver a mi hotel de inmediato, pero no lo hice. Vi un atardecer apretarse como un coágulo sobre una ciudad antigua y seca en la que siempre soy feliz, y no fui feliz. Una mañana confundí un sueño con un recuerdo y lo conté como si realmente hubiera sucedido. En una ciudad húmeda y caliente le conté a un amigo un secreto blindado y aún no me arrepentí de haberlo hecho. Tormentas diversas me dejaron varada ocho horas en un aeropuerto, diez en otro, y combatí el aburrimiento de la espera mirando Netflix y pensando —esto es muy íntimo— en el significado de la palabra “ocurre”. Compré papayas en un país donde no se consiguen papayas. Viví rápido. Las semanas corrieron como una hemorragia desalmada. Cada noche, cuando llegaba a mi hotel, pensaba en los nardos muriendo lejos de mí. “No salgan de sus cuartos, no cometan errores (…) Silla y cuatro paredes: ¿qué mayor desafío?/ ¿Para qué ir a un lugar, y regresar cansado,/ idéntico, de noche, pero más mutilado?(…)”, escribía el señor Joseph Brodsky.
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