Lo que encontré buscando a Ravi
La autora, productora en Movistar+, se encontró en una revista hace un año con la imagen de un chico perdido en India. Desde entonces sigue su rastro. Esto fue lo que encontró en Rajastán
Empecé a buscar a Ravi hace más de un año. La imagen de ese niño en medio de una autopista india publicada por la revista National Geographic, me impulsó a buscarle sin saber muy bien por qué —algunos de mis motivos los conté en un artículo publicado en este medio por aquel entonces—. Lo hice sin pensar adónde me llevaría. A veces, uno recorre caminos con la única certeza de no saber cuál será el final.
En todo este tiempo no he encontrado a Ravi, esta era una posibilidad más que probable, pero el viaje que comencé para hallarlo fue el inicio de una travesía sin retorno que me ha llevado por direcciones inesperadas.
Lo primero que tenía que hacer, sin duda, era viajar a la India. Salí con mi pareja rumbo a Delhi a finales de agosto y pasé allí 16 días. Dicho así, pueden parecer pocos, pero fueron jornadas de inmersión absoluta en los que aprendí más de lo que me hubiese imaginado. En mi periplo por aquel país me crucé con gente maravillosa que se ofreció a ayudarme sin conocerme, creyendo en un proyecto tan inviable como ilusionante. Shakti, un buen amigo de Nueva Delhi, me organizó un viaje que me llevó a las zonas más turísticas del país, pero también por las carreteras y los pueblos menos transitados del Rajasthan, la región donde Matthieu Paley había fotografiado a Ravi tantos meses atrás.
Allí, acompañados por nuestro guía Das, recorrimos kilómetros y kilómetros de arcenes buscando al niño. En el trayecto, también pudimos contemplar los fuertes y palacios más fabulosos, un contraste entre dos realidades de la India totalmente opuestas.
Ravi seguía siendo mi objetivo pero comprendí que si no podía ayudarle a él, podría ayudar a otros. Y eso, en cierta media, sería una forma diferente de encontrarle.
Las horas interminables de carretera me enseñaron con brutalidad lo absurdo de mi esperanza y, paradójicamente, alimentaban más mi empeño. Las autopistas de la India me han revelado otro universo. Un mundo que casi podía tocar tras el otro lado del cristal de la ventanilla desde el que veía transcurrir la vida sin anestesia.
Cientos de caminantes deambulaban cada día por estrechas orillas: peregrinos descalzos con destino a los templos más variopintos que se pueden imaginar, trabajadores que recorrían a pie distancias infinitas para poder llegar a sus puestos, niños uniformados hacia sus aulas y otros menos afortunados que caminaban dios sabe dónde. Vagabundos, vendedores de insospechadas mercancías, ancianos tirados en los márgenes, mujeres con cargas imposibles sobres sus cabezas. Animales, vehículos de otro tiempo. Y, sobre todo y por encima de cualquier otra cosa, belleza. El grito de la vida entre la miseria.
Las imágenes eran de tal intensidad que teníamos que parar el coche para comprobar que realmente eran ciertas. Bajábamos y nos mezclábamos con la gente, y después de la inicial curiosidad que provocaba nuestro aspecto occidental, los viandantes nos incorporaban a su flujo vital, nos permitían fotografiarlos, hablarles, empaparnos de sus historias para intentar entender cómo funcionaba el transcurrir de sus vidas. Me di cuenta de que estaba rodeada de cientos de Ravis, de distintas edades y condiciones. Para mí, Ravi se encontraba en todos ellos.
Otra vía de búsqueda eran las ONG de la región, puesto que llegan a las zonas más desfavorecidas donde tendríamos alguna posibilidad de encontrarlo. Cada día que pasaba era más consciente de que Ravi se alejaba: podía haber muerto o haber cambiado de localización. Una vez, me llegaron noticias alentadoras asegurándome que le habían visto. Durante el tiempo que transcurrió entre la alegría inicial —en la que todas las posibilidades eran alcanzables— y el desencanto al comprobar que no era él, todo cobró un sentido distinto. Ravi seguía siendo mi objetivo, pero comprendí que si no podía ayudarle a él, podría ayudar a otros. Y eso, en cierta medida, sería una forma diferente de encontrarle.
Contacté con muchas ONG, pero una de ellas se mostró especialmente receptiva y me permitió, en cierta manera, observar desde dentro cómo materializar lo que estaba buscando. Kolam nació del viaje que Raquel y Víctor emprendieron en 2014. Recorrieron durante tres meses varios estados de la India. Con veintipocos años supieron gestionar el impacto que la pobreza extrema provocó en sus vidas. Así que volvieron a España en plena crisis para trabajar y juntar lo imprescindible con lo que fundar Kolam. Un año después, empezaron a funcionar sobre el terreno. Dicho así, puede parecer una de tantas historias, pero no puedo dejar de pensar qué sensibilidades se removieron en ese viaje para que un par de jóvenes, con una vida acomodada en España, lo dejaran todo y se embarcasen en una aventura sin seguridad de éxito en un país como la India.
Me cuentan desde allí que las primeras mujeres seleccionadas no saben escribir ni hacer las mínimas operaciones matemáticas para poder tomar medidas y cortar los patrones de los saris
Hay que estar allí para comprender el día a día en Rajasthan. La falta de lo más básico, de comodidades, la lucha con la burocracia del país, el choque cultural y las conciencias… Cuando falta todo ¿por dónde empiezas? Así que lo primero en lo que se centraron fue en escolarizar a niños en situación de extrema vulnerabilidad y, poco a poco, no me imagino de qué manera, han ido ampliando la cobertura a otros colectivos con ayudas al empleo y a la agricultura.
En el colegio que rescataron del cierre en Gorana ya hay casi 250 niños escolarizados. Pagaron los salarios pendientes y los alquileres atrasados y tomaron las riendas del proyecto educativo para mejorarlo. También han conseguido que más de 220 familias, que sobrevivían con menos de 25 euros al mes, se autogestionen gracias a un proyecto agrícola.
Por si esto pudiese parecer poco, se han embarcado en la construcción de un taller de saris para que familias de los slums tengan un trabajo digno, salgan de la pobreza y puedan escolarizar a sus hijos y mantener a sus familias. A pesar de la dificultad de establecer el contacto con Kolam, cada vez que la conexión a internet se lo permite, me ponen al día de los progresos que hacen. Me cuentan desde allí que las primeras mujeres seleccionadas no saben escribir ni hacer las mínimas operaciones matemáticas para poder tomar medidas y cortar los patrones de los saris. “Así que tenemos que alfabetizarlas”, me escriben. Como si tal cosa.
De vuelta a España decidí aportar un poco de ayuda a este proyecto. Y Kolam me lo agradeció extraordinariamente: crearon en Udaipur una ludoteca para que los niños, después del colegio, puedan jugar en un entorno adecuado con materiales, juegos y actividades pensados para ellos. La llamaron Ludoteca Ravi. Cuando me lo anunciaron, justo en ese instante, me di cuenta de que en cierta medida le estaba encontrando.
Compruebo admirada cómo en Kolam trabajan e invierten cada euro que les llega y le sacan un provecho insospechado. Todo sirve, nada se desperdicia. Cada foto, cada noticia que me llega de allí me involucra más y más en un proyecto tan esperanzador como apasionante. Si Ravi me ha traído hasta aquí, ya puedo decir que no he fracasado.
Habrá cientos, quizá miles, de asociaciones como Kolam en India. Esta es la que me ha acogido. Y es el principio de nuevos caminos y colaboraciones. Mientras tanto, sigo buscando, sigo preguntando y observando los arcenes. He visto infinidad de caras parecidas y cuerpos delgados deambulando, pero ni una mirada tan perdida, ni un gesto tan introvertido como el de Ravi. Sea como sea, su imagen me ha llevado hasta un destino que nunca hubiera imaginado. Y solo acabo de empezar el camino.
Marta Martín García es productora en Movistar+.
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