El chantaje de Iglesias y Montero
La consulta a las bases encubre la "operación chaletazo" con una llamada a la idolatría
Pablo Iglesias e Irene Montero han decidido encubrir la incongruencia de la villa en la sierra con el recurso de una consulta tan digna de su megalomanía como de su irresponsabilidad. No han querido preguntar a las bases si secundan la iniciativa de la dacha. Las han amenazado con marcharse y con exponer Podemos a una crisis irreparable.
Hubiera sido más sensato y valiente asumir la incredulidad que ha suscitado en la “ciudadanía” el caso del “chaletazo”, pero Iglesias y Montero, Montero e Iglesias, han trivializado el mecanismo del plebiscito para convertir a sus afiliados en avalistas morales y fácticos de la operación inmobiliaria.
Es la razón por la que la consulta se resiente de una embarazosa manipulación. Iglesias propone la pregunta que no es para garantizar su liderazgo. Introduce un atajo maximalista con el que pretende conservar a la vez el casoplón y el cargo de líder máximo: si no os gusto, me voy, dice Iglesias, en el fiel mismo del catastrofismo que implicaría la sede vacante.
La escapatoria tiene sus modestos riesgos porque Iglesias va a cotejarse con cifras reales de contestación, pero el absurdo referéndum elude el verdadero asunto de indignación -el chalé ha irritado las bases y las alturas de Podemos- para desplazarse al ámbito de la idolatría. Se ha deteriorado la credibilidad de Iglesias en los últimos tiempos. Y ha desconcertado a su propia grey la comodidad con que el condotiero se desenvuelve en el hábitat de la casta, pero el retroceso de la reputación de Iglesias entre sus simpatizantes todavía no ha llegado al extremo de hipotizar un escarmiento. Por eso convoca la consulta. Sabe que va a ganarla de antemano. Y sabe que la purga de Vistalegre II exterminó cualquier alternativa o corriente a sí mismo, de tal forma que Iglesias pervierte la pureza asamblearia de Podemos para interpretar que su gente tanto confirma la idoneidad de su liderazgo como le habilita a ejercerlo en la feliz morada de la sierra madrileña, alejado de la ciudadanía, como si fuera Osho en aquel rancho de Oregón donde la secta del lacónico gurú indio pensaba haber descubierto el paraíso perdido.
Rebelión en la dacha. Tiene sentido transformar la fábula satírica de Orwell porque Iglesias emula los privilegios evolutivos que el Cerdo Napoleón -ahora es cuando Monedero dirá que he llamado a Iglesias cerdo- se concede a sí mismo a medida que la conquista del poder le hace olvidar los compromisos igualitarios. Iglesias no ha cambiado la política. La política le ha cambiado a él, llegando al extremo de amañar con una consulta tergiversada el grial de la democracia participativa. Iglesias no arriesga nada poniendo su cabeza en la plaza del pueblo. Persigue, al contrario, sobornar a su militancia con una desproporcionada cuestión de confianza.
La estrategia le consiente sustraerse al error del chalé y a la ambición de conservarlo. Abusa de las urnas para colocar en el frontispicio de su mansión la tesis revisionista del Cerdo Napoleón en el desenlace de Rebelión en la granja: Todos los animales son iguales, pero unos más que otros.
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