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MIRADOR
Columna
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Amarillo

Ese color que sólo ponía nerviosos a los actores y a los toreros antes de salir a escena, se ha convertido en objeto de enfrentamientos

Julio Llamazares
La diputada Elsa Artadi junto a lazos amarillos en el Parlament.
La diputada Elsa Artadi junto a lazos amarillos en el Parlament. Albert García

Desde niño, siempre que me preguntaban por mi color preferido decía que el amarillo aun a sabiendas de que no tiene buena prensa desde que, según se cuenta, Molière murió en escena vistiendo de ese color. En el teatro, en los toros, en muchas manifestaciones privadas y públicas el amarillo es un color maldito con fama de dar mala suerte.

Por qué los independentistas de Cataluña han adoptado ese color para manifestar su deseo de independencia o su contestación al Estado español es algo que se me escapa. El amarillo, el color del oro y de la locura, el de los narcisos y la juventud pero también del conocimiento y la ciencia (la luz, que viene del sol, es la que simboliza a ambos), es un color primario que admite muchos matices, del fluorescente al limón y al ocre, pero hasta el momento no estaba considerado un color político como les sucedía al azul y al rojo. Hasta que los independentistas catalanes no lo han elegido para simbolizar su deseo de independencia y sus desavenencias con la Justicia y con el Gobierno españoles, el amarillo era un color inocente, con fama de gafe, eso sí, pero que a nadie le molestaba que se sepa. Pero, prueba de que la sinrazón política es capaz de contaminarlo todo, aquí tenemos al amarillo, ese color que sólo ponía nerviosos a los actores y a los toreros antes de salir a escena, convertido en objeto de enfrentamientos y hasta de persecución policial, como si significara algo que no significa. Después de haber visto al rojo teñir de sangre pasajes enteros de nuestra historia reciente y al azul ondear sobre dictaduras que pretendieron hacer el mundo y a las personas monocolores, ver ahora al amarillo convertido en un color reivindicativo por una parte de los catalanes mueve a la melancolía, pues tan inofensivo color no merecía andar en disputas ni representando nada. Como mucho, el paso del tiempo, ese fruto que se nos escapa a todos amarilleando mientras madura en nuestras conciencias.

Estos días, la geografía de la península Ibérica está teñida de los colores primaverales, del azul violáceo de la lavanda al rojo de las amapolas y al blanco del espino albar, pero sobre todo del amarillo en toda su gama, del resplandeciente de los campos de colza o de margaritas al solar de las flores de la retama, genista, hiniesta, escoba o piorno, que de todas esas maneras se la conoce. Vista desde las alturas, la geografía peninsular es amarilla principalmente, sin fronteras que interrumpan el color y sin que a nadie le ofenda su presencia. ¡Ay, si, como deseó Unamuno, los españoles estuviéramos a la altura de nuestro paisaje!

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