Ah, era esto
La filosofía es el arte de atar las ideas sueltas como la literatura el de articular las obsesiones sueltas
“Atar cabos”, he ahí una expresión acertadísima. Describe lo que ocurre en la cabeza de alguien cuando se asocian dos o más hechos alejados en el tiempo o en el espacio. Algo se abrocha de súbito en un clic mental que ilumina un suceso oscuro. Un día, atando cabos, descubrimos que los Reyes eran los padres. Es solo un ejemplo. Al atar cabos se unen cosas o personas que hasta ese instante nada tenían que ver entre sí. Quizá tú mismo eres un cabo suelto en la cabeza de otro. La humanidad entera son siete mil millones de cabos sueltos movidos por el viento como los flecos de una falda. Ese anciano con el que te acabas de cruzar en el parque es un cabo suelto, igual que el chino que regenta la tienda de comestibles de la esquina, la indigente que pide limosna a la salida del supermercado o el profesor de Ciencias Naturales que explica ahora mismo la función clorofílica a un grupo de alumnos con astenia primaveral. Cuando nace un niño nace un cabo suelto y cuando muere un viejo muere un cabo suelto. La filosofía es el arte de atar las ideas sueltas como la literatura el de articular las obsesiones sueltas.
Un día, en un funeral de corpore insepulto, al observar el rostro de una de las asistentes, até cabos y comprendí que el muerto y ella habían sido amantes. Estudiar consiste en atar cabos. Cuando algo que leíste en un libro de historia se completa con algo leído en uno de aritmética se ata un cabo. Los cabos se desatan también por fallos de la memoria o por intereses inconfesables. Esos cabos que quedan sueltos permanecen sueltos a la espera de que algo o alguien los vuelva a anudar. La parca ata todos los cabos. “Ah, era esto”, dice el protagonista de La muerte de Ivan Ilich unos segundos antes de expirar.
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