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PUNTO DE OBSERVACIÓN
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Un caos normativo, incomprensible y confuso

Cualquier acto sexual no consentido implica intimidación o violencia por parte de quien lo impone

Soledad Gallego-Díaz
Jesús Diges (EFE)

En los años ochenta, algunos grupos feministas pusieron en circulación el lema “Contra violación, castración”. No pretendían, por supuesto, la mutilación física de los violadores (otra cosa es la medicación que reduce la libido en algunos casos reincidentes), sino algo muy diferente: lograr que los hombres, a quienes espanta la idea de la castración, asimilen su pánico al de una mujer respecto a la violación.

No es lo mismo estar castrado que estar muerto, desde luego, se puede ir de copas, tener amigos y disfrutar de muchos aspectos de la vida, pero la inmensa mayoría de los hombres castrados contra su voluntad pensarán que su vida ha sido destrozada para siempre. Lo mismo les sucede a las mujeres que han sido violadas, están vivas, pueden ir de copas y disfrutar de muchas cosas de la vida, pero sienten que han sido mutiladas, humilladas, y que una parte de su vida ha sido destrozada.

Durante décadas, muchas mujeres han dedicado sus esfuerzos a lograr que esa poderosa imagen calara en la mentalidad masculina porque creían que podía ayudar a disipar su confusión sobre la idea de la violación y sus efectos. No hay mucha inteligencia en la confusión y, desde luego, no hay ninguna en la confusión que se produce en el plano jurídico. Las mujeres han luchado permanentemente para que no existiera ninguna confusión respecto a la violación: se trata de un acto sexual no consentido. Si, además, a esa mujer le dan una paliza, habrá que añadir otro delito; si la asesinan, otro distinto. Pero la violación no tiene que ver con nada más que con el consentimiento, y con la razonada convicción de las mujeres de que demasiados hombres son capaces de agredirlas, incluso de matarlas, si no logran consumar su deseo, aun en contra de la voluntad de la mujer. La pregunta tantas veces formulada de “¿y cómo se sabe si una mujer está dando su consentimiento?” es simplemente una muestra de malevolencia. Y tiene una respuesta sencilla: si no tiene consentimiento expreso aléjese medio metro

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El problema respecto a la sentencia de La Manada no es la pena que impone a los miembros de ese grupo (nueve años de cárcel no es algo menospreciable, si se cumplen). El problema es la confusión que introduce: la joven no dio su consentimiento para los hechos, que declara probados el propio tribunal (reiteradas penetraciones y felaciones practicadas por cinco hombres distintos, de fuerte complexión física, en un recinto cerrado), pero no existió violación, sino abusos, porque no existió intimidación ni violencia.

Lo más urgente era que el fiscal recurriera la sentencia, como ya ha sucedido, por si un tribunal superior concluye que esos hechos probados sí implican intimidación. Pero inmediatamente después habrá que plantear el problema principal: el centro de este asunto es, y debe ser, el consentimiento. Cualquier acto sexual no consentido expresamente implica intimidación o violencia por parte de quien lo impone. Punto. No se trata de exacerbar las penas, ni de modificar el Código Penal a golpe de impactos emocionales. Como recordaba en estas páginas el ex fiscal general del Estado Eduardo Torres Dulce, el Código Penal debe reservarse “para conflictos que socavan principios y bienes jurídicos esenciales para la convivencia”. El principio de la libertad sexual es, precisamente, uno de esos bienes jurídicos esenciales y resulta insoportable que siga siendo objeto de un caos normativo, incomprensible y confuso.

Y respecto al juez que emitió el extenso voto particular según el cual no existió más delito que un hurto, quizás haya que recordar aquello que escribió Bonifacio de la Cuadra: “Probablemente sean menos preocupantes las conductas judiciales que sentencian a base de ripios que aquellas otras que cumplen los formalismos externos, pero que en realidad responden a una anomalía mental (…)”.

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