Mal día
Dentro de mí sólo había una bestia sorprendida por revelaciones horribles que todavía desconozco
Era un día malo, con un peso blando y yugular sobre los hombros, con la piedra inmóvil de la angustia hirviendo en la garganta. Estaba a muchas cuadras de mi casa, náufraga. Leí un cartel inocente en un bazar —“Doce vasos al precio de seis”—, y, ante esa vidriera llena de objetos horribles, construidos con la rebarba del mal gusto y la precariedad, sentí un hastío, un tedio y una repugnancia febriles. Eso me hizo pensar que estaba enferma. Que un profundo desperfecto químico se movía dentro de mí: mi vida estaba bien, no me dolían los pies ni la cabeza, había escrito (¡había escrito tanto durante meses!). Avancé, en ese lodo de tristeza resbalosa, llena de una irritación desesperada. Hasta que vi aquel banco de la plaza donde te tumbaste boca arriba la noche en la que huimos del recital de Todos tus Muertos porque te sentías mareado —el humo, la congestión trepidante de Cemento, aquel antro que adorábamos—, mientras yo estaba llena de cariño y espera y miraba tu camisa y te escuchaba respirar despacio con el recuerdo de la música rompiéndome las venas. Más de 20 años después de aquella noche caminé hasta ese banco bajo la luz lechosa del día, bajo el ojo glauco del sol, sintiendo una espuma negra rozarme los flancos, y el tormento se detuvo por completo. Y por un segundo, antes de entender que había sido feliz por error, sentí el tironeo de la felicidad más plena. Después, el día volvió a descargar sus huestes peores, desplegó alas de pájaro siniestro y regresé a casa con la boca cosida por un gemido animal masticando un poema de Gonzalo Millán: “No sé si viajo dentro o fuera de mí mismo. / Ya no sé si busco el centro o la salida. / Ya no sé detrás de quién avanzo / como un paralizado peregrino”. En casa estaba todo. Pero dentro de mí solo había una bestia sorprendida por revelaciones horribles que todavía desconozco.
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