“Woody Allen no es un monstruo, sino una víctima”
La suposición de que el cineasta estadounidense es como lo pintan ha bastado para que el poder de la industria se sintiera cohibido ante la simple apelación a la presunción de inocencia
Vittorio Storaro es un mago de la luz y ha venido a ventilar una tiniebla, la que habita sobre la figura de Woody Allen. Le preguntó aquí Gregorio Belinchón en el curso de una entrevista (EL PAÍS, Cultura, 17 de abril de 2018): “¿Seguirá trabajando con Woody Allen?”
Es una pregunta legítima, como todas las que hace un periodista, pero en el caso de Storaro, “el mejor director de la historia del cine”, según dice Belinchón que dice Coppola, esta resulta especialmente relevante en las circunstancias actuales. El gran fotógrafo ha hecho tres películas con Allen y es una autoridad mundial en un arte sometido últimamente a una vigilancia extrema. Algunos actores y otros miembros de la industria han declarado que nunca trabajarían de nuevo a las órdenes de Woody Allen, sobre el que pesan sospechas lanzadas contra él en el pasado, y renovadas ahora, por miembros de su familia.
El estado de sospecha al que ha sido sometida una industria entera ha generado una nebulosa por la que se han producido gestos censores
La respuesta de Storaro a Belinchón merece reflexión desde varios ángulos. Le dice el veterano artista al periodista de EL PAÍS: “Si se refiere a las acusaciones, para mi Woody no es un monstruo, es una víctima”. Luego subrayaré lo que dice Storaro en cuanto a la cinematografía de Woody Allen. Pero déjenme que me ponga el paraguas para comentar esa frase en concreto: “No es un monstruo, es una víctima”.
Allen ha sido declarado monstruo por sus propios compañeros en la industria, ha habido declaraciones precipitadas sobre su culpabilidad, y legiones de periodistas han esgrimido como indudables las reiteradas condenadas a monstruosidades supuestas que nunca fueron sustanciadas en sede judicial.
La suposición de que Woody Allen es como lo pintan ha bastado para que el poder de la industria se sintiera cohibido ante la simple apelación a la presunción de inocencia. No ha tenido derecho Woody Allen (como no lo han tenido otros miembros tachados del mundo del arte cinematográfico) al segundo párrafo, el que pone en su sitio la procedencia de las dudas o las certezas de una información. Por un decreto firmado por nadie, el estado de sospecha al que ha sido sometida una industria entera ha generado una nebulosa por la que se han producido gestos censores que no han cesado de golpear el razonamiento y a propiciar el linchamiento preventivo.
En ese marco conviene leer con atención lo que dice Storaro, y lo que ya tímidamente se empieza a decir para que el calentón reciente no sea la única voz que intervenga en este debate. (Javier Bardem lo ha dicho con su valentía intacta para decir lo que le da la gana: no se siente nadie “para decir si Woody Allen es culpable o no”). Con el paraguas aún enhiesto, me permito añadir lo que el gran Storaro dice del extraordinario cineasta al que saca del mundo de los monstruos para situarlo en el mundo de las víctimas. “En cuanto a lo cinematográfico, cada director tiene su estilo visual, y no olvido que están contando su historia. Llevo tres películas con Allen y me subordino a lo que pide. Muchas de ellas nacen como tantas otras de Fellini: de sus recuerdos infantiles. ¿Saben lo único que comparten los directores geniales? Aman lo que hacen”.
En cuanto a lo cinematográfico… Pues aquí cabría hablar lo que hizo Ridley Scott con Kevin Spacey. Lo tachó de una película, enteramente, ante el regocijo general. Lo tachó de tachar, como siempre hizo la censura. Y todos nos pusimos muy contentos en la prensa y en la industria porque ya le vimos los dientes al diablo. Para esto ya no tengo paraguas, pero sí me quedan cinco palabras para decir lo que siento, no solo como periodista: no lo estamos haciendo bien. Todo esto que estamos haciendo en nombre del bien no lo estamos haciendo bien.
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