Cada uno establece los amarres con los que quiere ser atado.
La imaginación es un arma muy válida para alcanzar la satisfacción sexual. Estamos con nuestra pareja, empieza a comérnoslo y en vez de mirar la escena y excitarnos como ocurre en otras ocasiones, optamos por cerrar los ojos e imaginarnos con otra persona. Imaginamos mucho y variado, incluso cuando estamos viviendo una situación sexual. Lo de dejar las piernas abiertas petrificadas y los brazos amarrados al cabecero es un clásico, y lo mismo mientras estamos en semejante situación no pensamos precisamente ni en la persona que está en nuestro pilón ni en que estemos plácidamente sobre las sábanas. Nos imaginamos atadas por mil cadenas que impedirán que escapemos a esa gloriosa sesión de sexo oral que nos está haciendo esa persona que tantísimo nos pone. (¡Slurp!). Esa misma escena puede formar parte de nuestro imaginario cuando nos masturbamos. Incluso cuando estamos comprando el pan y de repente nos brota. Cada uno recreamos las situaciones que más nos excitan sin seguir ningún patrón más que el propio. Y en ese revuelo imaginativo entran hasta prácticas sexuales que, en la realidad, jamás llevaríamos a efecto.
No sé a qué se debe mi querencia por que me aten al cabecero de la cama. Me siento absolutamente desprotegida y vulnerable mientras la persona que me ata hace conmigo lo que le place, que es siempre lo que me place a mí. En ese adverbio temporal (siempre) está la magia. Me hace siempre lo que me place a mí. Pero tenemos tanta imaginación y tanta confianza que me invento lo que me da la gana. Con esa misma persona e incluso en ese mismo polvo puedo desear querer ser de repente la que parte el bacalao. Y entonces me pongo encima y marco el ritmo, la manera, la intensidad y hasta la velocidad de las embestidas que, con la práctica, me han convertido en una auténtica amazona. Recuerdo que las mujeres, cuando nos acostamos entre nosotras, también embestimos, señores.
El amor romántico, ese tan nefasto que nos convertía en princesas desvalidas a las que solo los príncipes podían salvar, establecía también que nos uniéramos de por vida. Y ha llenado, hasta límites insospechados, de candados todo lo que sea susceptible de portarlo. Milones de enamorados de todo el mundo evidencian su amor (eterno) con cerrojos. Con lo bonito que sería identificar el amor con algo más libre. Lo bueno de erigirnos en dueñas y señoras de nuestra vida y de nuestra cama es precisamente eso: ser libres para elegir.
Sí, me depilo las piernas porque me crie en un mundo en el que las mujeres no podíamos ser peludas. Es probable que gracias a que sé eso, me deje con frecuencia las pelambreras y haya descubierto que a muchos amantes les da exactamente lo mismo que, a veces, parezca un osito. He llegado a tener más prejuicios sobre mí que la mayoría de mis amantes. Una vez que ya sabemos que depilarnos completamente el pubis no reporta ningún riesgo, deberíamos pensar, cada una a solas, cómo queremos lucirnos. Y proceder. Aviso de que, sin pelos, el sexo oral es otra galaxia... Hace tiempo tuve una amiga que tenía un amante que le exigía ir completamente depilada y con las uñas sin pintar porque, según él, era imprescindible para tener el más mínimo contacto sexual. Quiero creer que ya no se acuestan juntos. En el momento en el que nos sometemos a los deseos de nuestros amantes sin considerar o hacer prevalecer los nuestros, nos convertimos en una esclava, ni siquiera en una mujer sumisa. Háganse un favor y descubran qué es ser sumisa según los criterios del sadomasoquismo.
Pero porque me aten al cabecero de la cama cuando quiero que me aten, no.
Vivimos en una sociedad que santifica a mártires. Sería bueno salir de esos parámetros que estipulan que el sufrimiento me hará mejor persona o que me concederá la paz eterna cuando ya no esté. Prefiero construir mi vida sexual con el único argumento de elegir desde el primer beso hasta la última embestida. Tener el control. Elegir. Hacer y deshacer.
Atada, solo al cabecero de la cama.
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