La privatización de la privacidad
Las personas no tenemos ningún control sobre nuestros datos, que son capturados, acumulados, procesados, vendidos y manipulados por las grandes plataformas digitales
El escándalo del tráfico de datos de decenas de millones de personas de Facebook para su uso empresarial y político está siendo atenuado con comunicados de potenciales soluciones para que no vuelva a suceder. Este tipo de respuesta tiende a ocultar el verdadero problema: ¿por qué un reducido número de empresas —que han hecho de la privacidad su producto y fuente de beneficios— almacenan miles de millones de datos y metadatos relacionados con la privacidad de cientos de millones de personas?
Ya ha quedado demostrado —que lo que se ha hecho y lo que se puede llegar a hacer— con los datos privados tiene consecuencias sociales y políticas muy importantes. Además, también puede tener consecuencias opacas para millones de personas, y puesto que los datos privados poseen un valor económico, es fácil concebir que se vayan a utilizar con fines que pueden estar justificados desde la lógica financiera, pero no desde la de los derechos individuales.
La tecnología y los algoritmos nunca son asépticos ni neutrales porque tienen los prejuicios, sesgos, ideología e intencionalidad de sus creadores
El debate sobre la privacidad no puede restringirse a casos de fuga de datos, sino en la necesidad de una discusión pública alrededor del statu quo de la apropiación masiva de datos privados por parte de un número muy reducido de plataformas digitales. En cualquier caso, resulta innegable la relación entre los datos personales y su privatización unilateral por las grandes plataformas digitales. Se trata de un hito en la historia de la privacidad: las personas no tenemos ningún control sobre nuestros propios datos, que son capturados, acumulados, procesados, vendidos y manipulados por esas grandes plataformas digitales.
Los algoritmos opacos que procesan los datos privados que son comercializados pueden tener consecuencias para las personas si se nos niega el acceso, sin saber por qué o cómo, a seguros de vida o médicos, préstamos financieros y trabajos entre otras potenciales consecuencias. La tecnología y los algoritmos nunca son asépticos ni neutrales porque tienen los prejuicios, sesgos, ideología e intencionalidad de sus creadores.
La privatización de la privacidad ha sucedido a plena luz. El fundador de Facebook, Mark Zuckerberg, ya avisó sin ambigüedad en 2010 de que “la privacidad ya no es una norma social”, o lo que es lo mismo: que la imparable privatización de la privacidad es la base del modelo de negocio de las grandes plataformas: Amazon, Apple, Facebook, Alphabet (Google) y Microsoft. En agosto de 2012, la revista Technology Review del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) alertó de que Facebook, como empresa privada, había recopilado más datos personales, ya entonces, que ninguna otra organización o gobierno en la historia de la humanidad.
Hoy, una extensa parte de la humanidad está expuesta a las consecuencias perniciosas de los análisis derivados de algoritmos opacos y sin control democrático. Y mientras las pruebas de las consecuencias de la captura ubicua y masiva de datos privados no dejan de crecer, los responsables políticos locales o regionales no dejan de demostrar su incapacidad para proteger y defender los derechos y libertades individuales sin saber cómo afrontar un riesgo global para el modelo democrático.
Tanto la izquierda utópica como la derecha libertaria han puesto tradicionalmente un excesivo foco sobre las potenciales ventajas de Internet y los desarrollos basados en su arquitectura subestimado o ignorando los riesgos asociados. Ese tecno-optimismo ha impedido durante décadas el debate social racional alrededor de las consecuencias perniciosas sobre individuos y sociedades de ciertos modelos de negocio facilitados por la existencia de Internet.
Los falsos debates, reenmarcados como simples casos aislados, son la prueba objetiva de la disfuncionalidad política a la hora de enfrentarse a modelos de negocio perniciosos para las sociedades —con inversiones multimillonarias en relaciones públicas y actividades de lobby—, basados en la recopilación ubicua, sistemática y abusiva de datos y metadatos privados aparentemente triviales de nuestra vida personal, social y profesional.
La falta de iniciativa política frente a este fenómeno revela la incapacidad de las instituciones creadas para la protección de los ciudadanos
Como parte de esa estrategia de relaciones públicas global, se ha elevado a la categoría de héroes mundiales a una superélite de empresarios tecnológicos y presentado a algunas corporaciones, situadas en los primeros puestos de capitalización bursátil global y causantes de altísimas tasas de evasión fiscal profesionalizada, como cuasi organizaciones filantrópicas que tienen, en realidad, en su horizonte minimizar la competencia local y expandir el oligopolio de los datos. Estas corporaciones digitales han evidenciado incluso la incapacidad de los gobiernos para gravar sus beneficios, ineficacia que restringe la financiación de la innovación pública que podría competir con ellas.
Las injerencias de unos Estados en la política de otros usando algunas de estas grandes plataformas digitales por medio de la publicidad, las redes de bots y otros sistemas más sofisticados para la difusión de fake news y desinformación ya no son sospechas, sino evidencias. Ha sido a partir de 2016, con las elecciones en EE UU y el referéndum del Brexit, cuando se han evidenciado los efectos perniciosos del uso político de datos privados en intersección con el rol en el tablero geopolítico mundial de esas grandes plataformas digitales. La difusión a gran escala de desinformación y fake news a través de estas plataformas está ya socavando uno de los pilares de las democracias liberales: el derecho de los ciudadanos al acceso a información de calidad que, por cierto, está también intermediada por esas mismas plataformas y sus algoritmos de supuesta personalización.
El debate sobre la privacidad no debe centrarse en la fuga de datos, sino en cómo se justifica el statu quo de la propiedad privada de todos esos datos y metadatos personales, la infraestructura que los captura y su uso como mercancía, apartando a los usuarios de sus propios datos y ocultando las consecuencias que pueden tener para ellos.
La falta de iniciativa política nacional y regional frente a la privatización de la privacidad revela la incapacidad —y un creciente colapso— de las instituciones públicas creadas para la protección de los ciudadanos. Más allá de la retórica tecnológica que impone la transparencia absoluta y la desregulación total como virtudes públicas y privadas, la cuestión es: ¿sobre qué argumentación racional democrática se está justificando la privatización de la privacidad? No es muy arriesgado responder que ninguna.
Miguel del Fresno es sociólogo y filósofo. Es docente e investigador de la UNED e imparte docencia en diversos campus universitarios nacionales e internacionales.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.