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Tribuna
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La vida de los ángeles

Coger el encanto de las cosas, hacerlo de una forma irónica, triste, musical, involuntaria, eso hacen tanto Miguel Delibes como Josep Pla cuando escriben. Eligen un lugar y a través de las palabras lo hacen entrar en la esfera de los significados

Gustavo Martín Garzo
ENRIQUE FLORES

"Solo se escribe bien de lo que no hemos vivido", dice Remy Gourmont. Josep Pla recupera esta frase en las últimas páginas de El cuaderno gris para desmentirla. Realista convencido, él piensa que el escritor debe partir siempre de su propia experiencia, que no necesita inventar ni mentir. Podría formularse a partir de sus libros una teoría de la atención. Nada es insignificante, diría esa teoría, todo merece ser contemplado: el trabajo en el campo, la noche con sus luces y su misterio, los pormenores de la cocina, el vuelo de los pájaros. La suya es una literatura sin artificios, donde solo cuenta ese “nada más que mirar” que, según Francisco Pino, es la esencia de la poesía.

Toda la obra de Pla es un esfuerzo por transformar su propia vida en escritura. No le gustaban las novelas, porque pensaba que falseaban la vida haciendo que las historias tuvieran un final, cosa que nunca sucedía en la realidad, y se declaraba un hombre sin imaginación. También Miguel Delibes decía que carecía de imaginación, aunque él sí escribiera novelas. No inventaba nada, solía afirmar; sus libros surgían siempre de hechos y cosas que él mismo había vivido o le habían contado.

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Julian Green definió la imaginación como “la memoria de lo que no ha sucedido”. Pero hay otro tipo de imaginación, aquella cuya criaturas no son meros reflejos, sombras, sino las mismas criaturas del mundo. La imaginación como una facultad que no quiere la transfiguración de las cosas sino simplemente su contemplación, la restauración de ese saber inocente, que solo existe en la mirada del niño. Ayudarnos a ver, esa sería su verdadera tarea.

“Ahora hace buen tiempo —escribe Josep Pla en El cuaderno gris—. La luna de enero es la más clara del año. Da gusto andar a cualquier hora. El pensamiento se llena de juventud y de imprecisión. Todo tiene una punta, una oreja lanzada hacia el infinito y, más que la posesión, interesa el fervor, el deseo. La luna pone sobre las paredes de los huertos una blancura espesa y suave, y los eucaliptos tienen, por la noche, una inmovilidad oriental, el aire es tibio con la floración de las naranjas. La playa, a las horas del sol, bulle de pequeñas llamas rojas como minúsculas lenguas de fuego. Por la tarde salen por el cielo unas nubecillas blancas que vienen un poco hacia aquí y van un poco más allá y, después —muerte maravillosa—, se diluyen y se funden en el azul”.

Y en Diario de un cazador, la novela de Delibes, se pueden leer cosas como esta: “Pasamos otras dos horas en silencio hasta la amanecida. El cielo blanqueaba por detrás de los tesos y la islilla de carrizos se empezó a animar. Volaron tres gallinetas y caí una. Luego se arrancó una cerceta y Melecio la derribó. El campo estaba hermoso con los trigos apuntados. En la coquina de la ribera había chiribitas y matacandiles tempranos. Una ganga vino a tirarse a la salina y viró al guiparnos. Volaba tan reposada que le vi a la perfección el collarón rojo y las timoneras picudas. En la salina, la gambusia se despegaba del cieno del fondo. Era un espectáculo y le dije a Melacio que atendiera. Solo se sentían los silbidos de los alcaravanes al recogerse en los pinares. Así, como nosotros, debió de sentirse Dios al terminar de crear el mundo”.

La imaginación procura la restauración de ese saber inocente, que solo existe en la mirada del niño

Juan Ramón Jiménez, en una conferencia preciosa y un tanto disparatada, como todo lo suyo, titulada Poesía abierta y poesía cerrada, hace una distinción entre dos tipos de poesía, la que nos conmueve por su misterio y su gracia; y aquella que más parece elaborada por un orfebre. “Yo he desdeñado siempre —escribe años después en una carta—, y más cada día, el asunto y la composición. Lo que siempre me tienta es la sensación que un fenómeno produce, la inquietud pensativa y sensitiva que queda después del asunto y antes de la composición; y lo que me interesa es libertar sensación e inquietud. Creo que en la escritura poética, como en la pintura o la música, el asunto es la retórica, lo que queda, la poesía”.

Coger el encanto de las cosas, hacerlo de una forma irónica, triste, musical, involuntaria, eso hacen tanto Miguel Delibes como Josep Pla cuando escriben. Eligen un lugar y a través de las palabras lo hacen entrar en la esfera de los significados. Hacen de él un lugar soñado y un lugar real; un lugar que tiene la presencia de las cosas reales, pero también la intensidad de los sueños. “El Nini, el chiquillo —leemos en Las ratas—, sabía ahora que el pueblo no era un desierto y que en cada obrada de sembrado o de baldío alentaban un centenar de seres vivos. Le bastaba agacharse y observar para descubrirlos. Unas huellas, unos cortes, unos excrementos, una pluma en el suelo le sugerían, sin más, la presencia de los sisones, las comadrejas, el erizo o el alcaraván”.

En El cuaderno gris hay una enigmática entrada sobre la muerte de un niño. “He ido al entierro de un niño del profesor Boix”, leemos. El locuaz Pla, capaz de dedicar páginas interminables a una conversación en el café o a sus clases en la universidad, no tiene palabras para hablar de ese momento tan doloroso. ¿Se calla por pudor o porque le confunde lo que siente? Le pasa a menudo con las mujeres. Las desea, le gustan, pero no sabe qué decir de ellas y, cuando lo hace, es casi siempre para recurrir a los tópicos de la época. Aunque a veces se le va la mano y escribe: “Veo a Adela, la pequeña del faro, de lejos. En un momento determinado la veo sobre el cielo azul como una figura recortada. ¡Qué cosa misteriosa tiene esta criatura! Es llena y fuerte, juguetona, deliciosa, se escabulle de las manos como un pájaro caliente y escurridizo. La malicia que tiene —una malicia de trece años— me produce una fascinación extraña”. Pla raras veces ve la escritura como una forma de despertar lo que permanece dormido en él y de entrar en el campo de lo que desconoce. Tampoco Delibes lo hace. Son demasiado precavidos, raras veces se arriesgan, solo se encuentran a gusto cuando hablan de lo que saben y comprenden. ¿Por qué entonces nos emociona leerlos?

Los escritores se interesan por las cosas de los otros. ¿Puede haber nada más pueril, más infantil?

“Como quieren que pinte ángeles —preguntaba el pintor Gustave Courbet a sus amigos— si no he visto ninguno en mi vida”. Delibes y Pla habrían suscrito con gusto esta frase, pero ¿quién conoce la vida de los ángeles? Simbolizan lo que no hemos vivido, el lugar donde algo se perdió o donde no pudimos entrar nunca. “Las palabras tienen un alma”, escribió Chateaubriand. “La mayoría de los lectores y de los escritores solo le piden un sentido. Es preciso encontrar ese alma, que aparece en contacto con otras palabras”. Pocos han acertado a convocar ese alma de las palabras con la naturalidad y la ausencia de artificio con que lo han hecho Miguel Delibes y Josep Pla. La primera virtud que se necesita para dedicarse a la literatura —a la novela, por ejemplo— es candor, ingenuidad. Los escritores se interesan por las cosas de los otros, tratan de comprender a la gente, se ocupan de los demás. ¿Puede haber nada más pueril, más infantil?

Cualquiera de los dos podría haber escrito algo así, ¿quién dice que no veían ángeles cuando escribían?

Gustavo Martín Garzo es escritor.

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