Hasta nunca, ETA
La disolución es el último y necesario paso de la banda una vez derrotada
La última banda terrorista superviviente en suelo europeo en pleno siglo XXI anunciará pronto su disolución. Derrotada por la democracia española después de más de medio siglo de terror, ETA presentó su propia acta de defunción en octubre de 2011, cuando dio por terminada la violencia, pero mantiene la ficción de su existencia para intentar dar sentido a los asesinatos del pasado e insuflar moral a los suyos, sobre todo a los presos. Su último y anacrónico comunicado, publicado hace unos días en Gara, en el que homenajeaba a los “luchadores surgidos del pueblo”, es buena muestra de ello.
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La asunción de la derrota y la estrambótica entrega de las armas después (en abril del pasado año) son dos actos que forman parte de la liturgia de ETA para disfrazar su rendición en toda regla. Su probable disolución —o “desmovilización”, como ahora barajan en su intento de prolongar el teatro militarista— sería el punto final del fanatismo que costó la vida a 829 personas. Nadie debe tener el más mínimo reconocimiento a la banda de pistoleros, chivatos o acólitos. Su nacimiento en el tardofranquismo y su época de mayor cosecha sanguinaria durante la Transición solo sirvieron para entorpecer el camino hacia la democracia y para emponzoñar el país que decían defender, ese en el que el más sagrado de los derechos, el derecho a la vida, era el más vilipendiado. Hace ya años que ETA es parte del pasado más oscuro y su disolución será, por tanto, meramente simbólica. Pero el daño infligido permanece. Su matonismo sobrevive. Las víctimas de sus ataques y sus extorsiones se cuentan por millares y todo ello ha convulsionado la convivencia en el País Vasco, que llegó a ser irrespirable y ahora sigue dando síntomas preocupantes a pesar de todos los avances logrados.
El Gobierno de Urkullu ha realizado una gran labor y los partidos políticos vascos siguen trabajando para lograr una normalidad que se extiende poco a poco, pero con gran dificultad y, sobre todo, con gran coste para las víctimas del terrorismo. Los homenajes tras cada excarcelación de un etarra son una pequeña muestra del encono social y del dolor que todavía hoy es capaz de producir el odio que ha guiado a la banda. El entorno político y social que arropó a ETA tiene la asignatura pendiente de una autocrítica que deslegitime la violencia. Se han dado pasos en la buena dirección, con la presencia, por ejemplo, de líderes abertzales en funerales de víctimas, pero estas últimas necesitan reparación y esa ausencia de normalidad plena en la convivencia es un quebranto añadido y cruel.
Por lo demás, es conveniente tener claro que esa escenificación que se prepara para disolver la banda beneficia fundamentalmente a la propia ETA. El Estado se ha mantenido implacable contra los pistoleros y la gestión del posconflicto ha seguido el mismo camino con la aplicación estricta de la ley y una dura política penitenciaria que ETA ha denunciado sistemáticamente. El 92% de los 230 encarcelados en España están en primer grado y no acceden a beneficios penitenciarios, y ello tiene un peso específico enorme en la decisión de disolverse —esta vez también— unilateralmente.
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