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Tentaciones

Estas son las ventajas de vivir lejos del centro por culpa de la gentrificación

La subida del alquiler y la plaga de alojamientos turísticos fuerzan a muchos jóvenes a mudarse al extrarradio y obligarse a descubrir el encanto de los barrios periféricos

Al principio pensé: "Mierda, la he cagado". Recién mudada, traspasada la M-30 con todos mis bártulos, roto el hilo invisible que me unía a mis amigos vecinos, un brazo de agua turbia -el Manzanares, hoy amado espectador de mis paseos- separándome de lo que hasta entonces no llamaba centro, porque no lo era, porque cuando una está en el centro no dice que va al centro, sino simplemente está allí y le dice a los del extrarradio "venid a verme" como una princesa déspota, sentí cierto dolor, un "aquí quizás te has equivocado, aquí puede ser que te hayas precipitado, es bastante posible que seas una flipada de mierda".

Los amigos quedaban un poco más lejos, la noche era más oscura en el barrio nuevo, las aceras eran más sucias, los cubos de la basura a veces se sacaban y a veces no, los carteros no subían a darte los paquetes a casa, sino que dejaban una nota de ausente y tenías que caminar durante media hora ida y media hora vuelta para ir a recoger los envíos que llegaban, cada día pisabas al menos una mierda de perro (en mi nuevo barrio, tal y como escuché decir a un señor exmilitar que paseaba a su mastín anciano, "recoger las cacas es una mariconada"). No me avergüenza decir -mentira, me avergüenza bastante- que una noche, cruzando uno de los puentes que me internaban en mi nuevo barrio, que en aquellos días me resultaba tremendamente hostil, clamé al oscuro cielo, a un dios que juega al Risk con Madrid, rogando: "Por favor, haz que se gentrifique pronto".

Obviamente, poco a poco el encanto natural del barrio fue derramándose sobre mí como un quesito fundido. No sé cómo serán vuestros extrarradios, pero el mío es un poco como vivir en películas españolas antiguas, tierno verano de lujurias y azoteas: si echas un vistazo en el interior de las casas, descubrirás papel pintado, vajillas Duralex, plantas del dinero con maceteros en forma de rana humanizada disfrazada de granjero, tapetes...

Todo este menaje, en un momento dado, va a dar al cubo de la basura, porque las personas mayores mueren, es ley de vida (no es que yo esté sedienta de poseer ese banquito rojo de eskai ni recipiente para la sal de cerámica en el que pone "sal"). Y esa es una buena manera de llegar a mi corazón, probablemente la principal: la basura. Las basuras del extrarradio, si es un extrarradio antiguo (no residencial; no busquéis tesoros de vintagería en una zona residencial), son un auténtico tesoro: macetas de pintura esmaltada, papagayos de porcelana, tazas que rezan "para uso exclusivo de un dictador", batiburrillo vintage que hará las delicias de los amantes de lo bello.

Este de la basura es un ejemplo que puede aplicarse a muchas cuestiones relativas al centro y el extrarradio: todo lo que en el centro es exclusivo, aquí es habitual. Obviamente, al no estar rodeado de objetos igualmente bellos, no repararás en esa silla de mimbre estilo Emmanuelle que asoma entre la basura, cuando en Malasaña, a 250 euros, casi temerás rozar su halo de lujo y belleza. En mi barrio hay tiendas que abren sólo dos días en semana en las que se venden productos que un señor trae directamente desde su huerto en un pueblo de Toledo. La tienda es poco más que un almacén diminuto con sacos de patatas a los lados -nada que ver con el supermercado ecológico del centro- pero los precios y la estupidez, ambos mucho menores, lo compensan.

Y aquí ya no me queda otra que lanzarme a un cántico apasionado, una oda de arrabal:

A tu barrio del extrarradio, tras una noche de fiesta, tienes que volver caminando o en una interminable sucesión de búhos y metros a primera hora, pero algo de alcohol quemarás por el camino. En tu barrio del extrarradio no habrá hermosas arquitecturas burguesas, sino edificios obreros de ladrillo visto, pero pagarás muchísimo menos por una casa con más luz en la que quizás puedas hasta tender al sol y que igual incluso no tengas que compartir con ocho personas más. En tu barrio del extrarradio no habrá bares con veinticinco sabores de palomitas, pero podrás meterte entre pecho y espalda manjares como un bocadillo de bravas.

"En tu barrio del extrarradio no habrá hermosas arquitecturas burguesas, sino edificios obreros de ladrillo visto, pero pagarás muchísimo menos por una casa con más luz en la que quizás puedas hasta tender al sol y que igual incluso no tengas que compartir con ocho personas más"

En el barrio del extrarradio, los niños juegan en los parques sin mil ojos que los vigilen, incluso puede verse -oh, sorpresa- a algunos volviendo solos del colegio, hablando por la calle, como hicimos nosotros cuando éramos pequeños. Siento ponerme viejarrona melancólica, aún sabiendo que es inevitable en algunos casos, pero es que me estremece la imagen de una cola de coches esperando en las puertas de los colegios, y los niños saliendo como los obreros de la fábrica para meterse en la lanzadera que los llevará a kárate y a los deberes sin un lapso de libertad intermedia.

Entendemos que estás triste, que no levantas cabeza desde que cerraron ese bar del centro tan absolutamente auténtico, que desentonaba con el cirio de modernez que le iba creciendo alrededor, pero escúchame bien: en el extrarradio tienes no uno, sino cientos de bares así, con su señor de toda la vida tirando cañas y poniéndote tapas de chorizo con esa mueca de desagrado tan cañí que hace que te derritas de emoción y sensación de Verdad.

Pero ahora mismo, mientras lanzo al viento mi oda al dar el saltito fuera de M-30, de pronto surge el primer violinazo de música de peli de terror: en mi calle han cerrado el bar familiar boliviano en el que podías darte un banquete de chuleta con arroz, sopa de maní y zumo de piña casero por unos 8 euros. En su lugar, un garito de aspecto mucho más moderno y aséptico me mira con ojillos gentrificadores. Hay logos, hay imagen de marca, hay uniforme, y un sándwich cuesta 7 euros. Hace un mes, dos agentes inmobiliarios que parecía que en la pausa del rellano se acababan de echar bicarbonato en los dientes para blanquearlos vinieron en son de "queremos comprarte la casa". Hace dos días vino uno, solo y asfixiado, pero muy agresivo, con la misma cantinela. Vivo en un cuarto sin ascensor, así que entiendo que la cosa viene fuerte. 

Supongo que la cosa es así, que es ley de vida, que no queda otro remedio. O quizás Dios exista y escuchó mis plegarias iniciales, cuando todo en el barrio me resultaba hostil y desafiante. Como decía aquel refrán ecologista de nuestra infancia: "Cuando hayan cuquizado el último bar y llenado de franquicias la última calle, se darán cuenta de que la gentrificación no se come". Mentira. Sí que se come. Sabe a semillas de chía y filtro de belleza, sabe a dioses, no lo voy a negar.

El caso es que esto es la pescadilla que se muerde la cola: ¿Qué me diferencia a mí, animándoos a migrar al extrarradio, de cualquier otro agente gentrificador? Es decir, ¿no se convertiría esto en un nuevo centro, o en una expansión de lo que es el centro, si todos vinierais a por mis huevos traídos de Toledo (os miraría con desprecio si os llevarais la última media docena), a por mi bocadillo de bravas (os vetaría el acceso a la bebida y moriríais atragantados con semejante engrudo) y a por mis tesoros de la basura (os partiría los dientes de un solo golpe de ira)? Si, con el barrio tomado, yo decidiese huir hacia un extrarradio aún más profundo, ¿no estaría yo invadiendo, siendo parte de la gentrificación de nuevos barrios? ¿Qué absurda onda expansiva es esta? ¿Qué es el planeta Tierra, sino un inmenso extrarradio en el que intentamos sentirnos más o menos cómodos, adaptarnos, conquistar terreno?

 

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