Esta casa respira como tú
Si algo hemos aprendido sobre la evolución, o involución, del espacio doméstico es que la casa no es ninguna máquina. Está más cerca de un ser vivo
Hay que reconocer que la idea romántica del abad Laugier de que al principio fuera el techo –la choza primitiva, las dos manos sobre la cabeza con las que construimos una cubierta a dos aguas– resulta formalmente insuperable. Tan buen ojo tenía el clérigo que lo convirtieron en obispo tras decorar el coro de la catedral de Amiens. Corría el siglo XVIII cuando comenzó a pensar la casa por el tejado.
Hasta entonces los que habían pasado frío no tenían ninguna duda: el tejado es un lujo. Es el calor lo que hace el hogar, su corazón, su razón de existir. Conviene desengañarse: la casa no nació para proteger a las personas, sino para mantener el fuego que calienta su existencia. Por ejemplo, trate de imaginar la vida sin cerillas en la época en la que el gas no era ni una idea. Las llamas eran tan difíciles de conseguir que existía incluso un custodio del fuego.
Lo importante era el fuego, no nosotros. Porque el hogar (el lugar del fuego) no solo cobijaba a los humanos, también arropaba al ganado. Vacas, mulas y hombres bajo un solo techo: durante siglos, animales y familias compartieron el mismo espacio porque la necesidad ordena las prioridades y por delante de la higiene o la intimidad importaba conservar el calor.
La historia de cómo mantener el fuego encendido –sin que se queme la casa o queden ahumados sus habitantes– es una de las novelas de misterio del espacio doméstico. El otro thriller es el agua: cómo traerla y cómo sacarla de la casa. Hoy el reto doméstico busca otro tipo de calor. Persigue que, una vez se ha conseguido un habitáculo, su habitante logre ser su dueño. No hablo de propiedad económica, esa siempre ha quedado fuera de las revistas de diseño. Hablo de propiedad emocional: la casa como la extensión de uno mismo, un traje a medida, el espacio en el que poder ser.
Una casa vacía es un corsé o un folio en blanco en el que empezar de nuevo a diario? Es el desorden, no el orden, lo que revela que un hogar está vivo
A medio camino entre el refugio y el escaparate, la evolución del hogar recorre ambiciones con frecuencia contrapuestas. La definición más purista recurre al nihilismo. En los momentos felices, firmaríamos que nuestra casa es una persona. En etapas difíciles, acordaríamos que el único hogar, el reducto más inexpugnable, es nuestra mente. Todo lo demás se conoce como evolución doméstica, ya sabe: Hans Grohe dando nombre al grifo monomando o Roy Jacuzzi convirtiendo el baño en un escenario para el cine porno o en la habitación que delata a los nuevos ricos. Así, zanjando la discusión, puede que el techo o el fuego hagan la casa, pero somos las personas quienes le damos vida.
Tras dos siglos valorando cada vez más la intimidad y la comodidad, hoy parece que la naturalidad, la flexibilidad y la sostenibilidad serán lo que redefinirá nuestros hogares. Piense no ya en las termas romanas –la ciudad entera metida en el baño–, sino en las letrinas de aquella época: un agujero al lado del otro. Esos bellos mosaicos en un espacio comunitario revelan cuán cambiantes pueden ser las prioridades de una casa.
El vaivén entre el desorden Barroco y el orden del Clasicismo (y todas sus revisiones) lo vivimos continuamente en casa. No de generación en generación, sino según el día. O incluso el momento del día. Las segundas residencias popularizadas en el siglo XX han potenciado esa esquizofrenia. Los nórdicos buscan el regreso a la naturaleza con sus cabañas de vacaciones y sienten que la aventura es más completa sin luz eléctrica ni agua corriente. De este modo, en un mundo digital y acelerado, la vida urbana encuentra una respuesta contemplativa en la cabaña: nos recuerda de dónde venimos.
El laberinto físico de las urbes, o el sentimental de la mente, desencajó las ideas de un arquitecto como Aldo Rossi, que quería ordenar con arquetipos. Así, se casó con una actriz, dejando entrar lo imprevisible en su vida. Puede que por eso la arquitectura metafísica de ese primer premio Pritzker italiano haya quedado al final más como escenario que como ciudad. Lo confesaba otro italiano, Alessandro Mendini, célebre por su melancolía: “Me he pasado la vida dibujando la Casa de la Felicitá. Aunque solo la he habitado a ratos. Y con frecuencia desde fuera”.
Tal vez por eso dibuja muebles que parecen juguetes y el tiempo ha terminado convirtiendo en iconos. En ese marco posmoderno, John Pawson, el arquitecto minimalista, decidió limpiar y vació de referencias inmediatas el apartamento de la marchante Hester van Royen. ¿Su audaz apuesta era clásica o revolucionaria? Esa duda refleja el valor de la propuesta de Pawson. ¿Una casa vacía es un corsé o un folio en blanco en el que empezar de nuevo a diario? Es el desorden, no el orden, lo que revela que un hogar está vivo.
Por eso alguien como Le Corbusier, capaz de dibujar la capilla de Ronchamp, no podía ir demasiado en serio cuando describió la casa como una máquina. Creo que su célebre frase fue un pecado de juventud. Lo pienso porque el autor de Chandigarh humanizó la convivencia en la Unité d’Habitation de Marsella, el bloque de pisos donde un niño podía jugar en los cimientos o bañarse en la azotea sin necesidad de ser rico. Le Corbusier acabó sus días en los 13 metros cuadrados del Cabanon de Vacances, que se construyó en Cap Martin, al sur de Francia. Como los nórdicos, pasaba los veranos mirando el mar en taparrabos. Hasta que se ahogó. Como fue el primer estilista, las malas lenguas aseguran que quiso concluir su leyenda con una grande finale.
Su amiga y empleada Charlotte Perriand se había pasado la vida diseñando cabañas. Lo hacía bien porque había vivido en Japón, porque era comunista y porque sabía elegir: sus grandes diseños fueron siempre una resta. Y siempre tuvieron curvas. Hay que reconocerle un olfato innato a Le Corbusier para detectar y aprovechar(se) el talento femenino.
Entonces, ¿qué hace evolucionar nuestras casas? ¿Fue la producción en serie de los muebles de tubo de acero lo que hizo cómodas nuestras viviendas? Marcel Breuer, su defensor más célebre, le puso a sus butacas el nombre de su amigo Wassily Kandinsky. Creía, como Le Corbusier, que el futuro pasaba inevitablemente por la cadena de montaje. Pero esas butacas de aire fabril se construían a mano y resultaban carísimas. Sucede con las ambiciones democráticas: pensábamos que eran un derecho y ahora nos quieren convencer de que son un privilegio.
¿Son las casas de nuestros amigos las que alteran las nuestras? ¿Es nuestra propia evolución personal? Algo paradójico y contradictorio dibuja las viviendas. En ocasiones, alcanzar el orden. En otras, aceptar el desorden.
Hoy, cuando la nanotecnología y la digitalización vacían nuestras viviendas, merece plantearse qué pasará si nos quedamos un día sin electricidad. ¿Descubriremos entonces el misterio de la penumbra y el bálsamo del silencio? Nuestras casas nos delatan. Revelan nuestra felicidad y también nuestras inseguridades. Descubren nuestras prioridades cuando aún no las tenemos claras. Por eso, el ahorro energético, encontrar un lugar para la memoria y la búsqueda de un escenario a la carta son hoy los mayores retos del eternamente cambiante espacio doméstico.
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