La descomunal vida de André El Gigante
Vivió desenfrenado para ocultar su dolor: verse convertido en una atracción por su tamaño. Murió con 46 años. Un documental de HBO cuenta su vida de excesos
Érase una vez un gigante… Sus dedos eran como plátanos. Era incapaz de usar el teléfono sin marcar cuatro números a la vez, o el piano sin tocar tres teclas. Solo podía conducir coches con la cabeza por fuera del techo solar. En los aviones se tenía que sentar en el suelo, pues no cabía en los asientos. Y jamás podía sentarse en ninguna fila del teatro que no fuera la última.
No había bañera lo suficientemente grande para que cupiera su corpachón y, en según qué hoteles, tenía que ducharse de rodillas. Y tenía un estómago prodigioso tanto para lo sólido como lo líquido: podía beberse de una sentada 127 latas de cerveza, aunque algunos lo cifran en casi 200. Se llamaba André René Roussimoff, aunque todo el mundo lo conocía y conoce como André El Gigante. Tras cambiar la historia del wrestling (lucha libre profesional) se ha convertido en un icono pop venerado en todo el planeta. El 10 de abril, HBO estrenará un documental sobre su vida, André the Giant. Esta es la historia y la leyenda de un tipo único.
Un día normal podía consumir seis botellas de coñac. Muchas veces, incapaces de moverlo cuando se emborrachaba, le dejaban dormir encima de un piano…
Capítulo 1: cuando un médico le dijo que no pasaría de los 40
En principio, sin embargo, nadie sabía que el gigante iba a ser un gigante. Era grande, sí, pero nada extraordinario. Simplemente era un buen mozo nacido en Coulommiers, Francia, en 1946. Tal vez demasiado buen mozo… En su adolescencia, André pronto supo que su altura le iba a deparar una vida inusual. Pocos en su pueblecito podían sospechar, por ejemplo, que el no poder sentarse en el autobús, debido a su corpulencia, provocaría que su chófer fuera todo un Premio Nobel: ni más ni menos que el dramaturgo Samuel Beckett.
El autor de Esperando a Godot compró un terreno en 1953 cerca del pueblo de André. Allí se construyó una cabaña con la ayuda de algunos lugareños. Uno de los que lo ayudó fue un granjero búlgaro llamado Boris Roussimoff. Se hizo amigo de Beckett. Roussimoff tenía un hijo, André El Gigante. Beckett se enteró de que Rousimoff tenía problemas para transportar a su gigante hijo a la escuela. Así que Beckett se ofreció a llevar a André en su camión. El crío gigantón y el futuro Premio Nobel hablaban casi siempre de críquet.
André pronto dejó los estudios. ¿Quién necesitaba títulos cuando su vida iba a ser trabajar en el campo? A los 16, sin embargo, André pegó otro estirón. Con 2,12 metros, aquello ya empezaba a ser extraordinario para un nacido en una Francia de postguerra y hambruna. Un cazatalentos se presentó en el pueblo. Quería llevárselo a París e introducirlo en el mundo de la lucha libre.
Por las mañanas, usaba su extraordinaria fuerza en una empresa de mudanzas; por las noches, entrenaba… De nuevo, con problemas: incapaz de controlar su fuerza, sus compañeros no querían pelear con él por miedo a que les hiciera daño. Aun así, era evidente que el chico era especial. Pronto, las marquesinas de los gimnasios de París se llenaron con su primer nombre artístico: Géant Ferrè. Y, en un tiempo récord, hasta la capital francesa también se quedó pequeña para alguien con sus proporciones. Empezó a ver mundo y, con 22 años, voló a Japón.
Los japoneses enloquecieron con su tamaño. Atraía a tantos fans como taxistas le rehuían. En un país donde la estatura nacional es baja, André destacaba todavía más. A una edad en la que se supone que debía haber acabado de desarrollarse, André seguía creciendo. Medía 2,17 metros. Visitó a un médico. El diagnóstico fue descorazonador: acromegalia. Gigantismo. El especialista le puso fecha de caducidad a sus aventuras: a los 40 años su organismo diría basta y fallecería. Le faltaban 18 años. Y André estaba dispuesto a disfrutarlos a tope.
Capítulo 2: cuando el público enloquece y él se hace millonario
Más todavía cuando llegó a EE. UU. vía Canadá. Su impacto fue tan sensacional como efímero. De nuevo comprendió que su gigantismo le iba a dar problemas hasta en el ring. El público se aburría por la insultante superioridad que demostraba en el cuadrilátero. Nadie se creía que pudiera perder un combate. Sus representantes tuvieron una idea genial: en primer lugar, cambiaría su nombre artístico por el de André El Gigante.
Además, le diseñaron toda una campaña de publicidad para remarcar sus cualidades: le hacían subirse a cajas de cerveza para parecer todavía más alto en las entrevistas y le aconsejaron no moverse por el ring para parecer más colosal. André se dedicaría a girar por el mundo y solo volvería a EE. UU. en contadas ocasiones. El público enloqueció y André se convirtió en millonario.
Hay, sin embargo, un punto de tristeza en su vida. André ya es consciente de que, para el resto de los mortales, es un friqui. “La gente no se da cuenta de que me cansan con sus preguntas de cuánto mido o cuánto peso. Demasiadas preguntas. Por eso voy a los restaurantes a media tarde o entrada la noche. Quiero ser educado y agradable, pero a veces me lo ponen difícil. Pagaría por ser capaz de vivir un día a la semana como un hombre de tamaño normal. Iría de tiendas, iría al cine y conduciría un coche deportivo por La Quinta Avenida y miraría a los demás en vez de ser observado”, contó con amargura a la revista Sports Illustrated en 1981.
Capítulo 3: beber para esquivar el dolor
2,24 metros. 220 kilogramos. André crecía y crecía y crecía… Y bebía y bebía y bebía… Se cuentan fabulosas historias sobre su capacidad: que si en un día normal consumía seis botellas de coñac (en horas de servicio). Que si, para comer, era capaz de trasegarse una docena de cervezas, cinco botellas de vino, y unos cuántos cócteles destornilladores. Que si, incapaces de moverlo, cuando se emborrachaba no había otra sino dejarle dormir encima de un piano…
El actor Cary Elwes cuenta que, cuando viajaba a Nueva York, el alcalde le adjudicaba una pareja de policías, temeroso como estaba de que se emborrachara y aplastara en su caída a algún vecino. Parecía que André se estaba pegando la gran vida, pero la realidad era muy distinta. “Tenía la espalda destrozada de todas las sillas que le habían roto contra su cuerpo en el ring. Bebía para calmar el dolor”, afirmó Elwes en sus memorias.
Su cuerpo no paraba de crecer, y André sufría continuos e intensos dolores. Se rompió un tobillo, y los médicos se las vieron y se las desearon para proveerle de unas muletas que soportaron su corpachón. Peor fue cuando decidió operarse la espalda para paliar el dolor. Hubo que fundir dos camillas, pues no había forma de que entrara en una sola, aunque la peor parte se la llevó el anestesista: era incapaz de saber qué dosis administrarle para dormir a aquella fuerza de la naturaleza.
Capítulo 4: cuando llegó a ser el mejor, pero su cuerpo no aguantó
André había agotado el plazo que le había dado aquel especialista japonés. Estaba viviendo de prestado (ya había pasado los fatídicos 40), pero no por eso iba a dejar de pasárselo en grande. En 1986, Rob Reiner se lo llevó a Londres para interpretar a Frezzik, el gigante bonachón de ese clásico del cine familiar llamado La princesa prometida. Tenía que moverse en un quad, y en producción todavía deben estar buscando dinero para abonar los 40.000 dólares (32.600 euros) en bebida que dejo a deber en el Hotel Dorchester.
También acrecentó su éxito entre las mujeres. Corren todo tipo de leyendas sobre pundonor sexual. Sin embargo, su vida íntima nunca fue algo de lo que le gustara alardear. Se le conoce una sola hija, llamada Robin Christensen Roussimoff, a la que reconoció después de unas pruebas de ADN y que, pese a tener una relación distante con su padre, se dedica a proteger, en la medida de lo posible, su recuerdo.
Le faltaba un momento estelar. Desde su irrupción en el mundo del wrestling, el negocio, como todos los espectáculos, había cambiado y se había profesionalizado de manera brutal. André tenía que ceder el testigo a la nueva estrella pujante, un tipo llamado Hulk Hogan. El acontecimiento se llamó Wrestelmania III y tuvo lugar en Michigan. A la llamada de Hogan y André acudió la friolera de 93.000 espectadores, récord histórico de un espectáculo cubierto.
Los aficionados nunca olvidaran aquella estampa de André, con una especie de bañador negro de un solo tirante. Lo mismo ocurrió con los diseñadores gráficos: Shepard Fairey, fundador de la firma de ropa Obey, lo convirtió en su logo, y Capcom diseño al personaje del videojuego Street Fighter con sus medidas en forma de píxel. Había conquistado todos los premios y campeonatos de la lucha libre. André ya era una leyenda.
En 1993, André volvió a su Francia natal para acudir al funeral por su padre. Se movía con muchísima dificultad y con la ayuda de un bastón. Cada día, su chófer le llevaba en su coche de lujo convenientemente adaptado desde su hotel parisino de cinco estrellas al pueblo Molien y hacía lo que más le gustaba en el mundo, además de comer y beber: jugar a las cartas con sus paisanos en el bar de la localidad.
Un buen día, el cochazo no apareció. André había muerto de noche, el corazón desbocado de tan grande que lo tenía. Causa de la muerte: insuficiencia cardiaca. Era 1993 y tenía 46 años.
Ya entonces se hizo imposible no recordar sus declaraciones a Sports Illustrated de 1981: “He tenido suerte y le estoy agradecido a la vida. Si muriera mañana, habré comido más manjares y bebido más vinos y cervezas exquisitas, y habré tenido más amigos y visto más mundo que el común de los mortales”.
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