El derecho a la pereza
No se trata tanto de si el Estado puede permitirse pagar las pensiones, sino de si se puede permitir no pagarlas
Es casi un chiste racista que la principal aportación teórica del primer marxista caribeño fuese una vindicación de tumbarse a la bartola. Paul Lafargue, nacido en Cuba de una familia francesa con propiedades en la isla, fue yerno de un Karl Marx cuyo respeto nunca se ganó y un personaje muy importante en la historia de España. Como era uno de los pocos miembros de la Internacional que sabía hablar español, se le asignaron los asuntos ibéricos, y en calidad de emisario de los socialistas europeos, reunió a Pablo Iglesias y a otros activistas en Casa Labra en 1879 para fundar el PSOE y la UGT. Pero, para la doctrina marxista, su nombre se asocia a un panfleto titulado El derecho a la pereza, donde despotricó a gusto contra el trabajo y contra los que creen que hay algo digno o bueno en trabajar. Para Lafargue, la revolución tenía forma de hamaca.
España, donde vivió su exilio tras la Comuna de París, era ya, según él, el paraíso de los holgazanes: “Para el español, en el que el animal primitivo no está aún atrofiado, el trabajo es la peor de las esclavitudes”, escribió, rizando tópicos. Tal vez por eso, el partido que ayudó a fundar en 1879 fue uno de los impulsores del actual sistema público de pensiones, porque lo único que puede garantizar la pereza del que ha trabajado toda la vida es el dinero. Un pobre no holgazanea, solo se aburre.
En esas estamos, en una lucha que ya planteó el yerno de Marx: cómo garantizar el derecho a la pereza. Para ello, habría que empezar por tener claro que la pereza es de verdad un derecho que los trabajadores se ganan, tal vez no como triunfo de una revolución mesiánica, pero sí como recompensa a una vida de madrugones, fatiga y cotizaciones puntuales. Si esto es un axioma que nadie puede negar, el debate de estos días está mal planteado: no se trata tanto de saber si el Estado español puede permitirse pagar las pensiones presentes y futuras, sino de saber si puede permitirse no pagarlas. No es un debate sobre cuánto dinero hay y de dónde sacarlo, sino una discusión sobre el modelo de sociedad en la que queremos vivir. En otras palabras: ¿nos gustaría ser parte de un mundo donde los ancianos disfrutan dignamente de su derecho a la pereza o preferimos verlos mendigar y pasar frío? ¿Reservamos la prosperidad solo para los trenes de alta velocidad y los juegos olímpicos o nos preocupamos por que los jubilados lleven una vida decente?
Primero, decidamos qué país queremos. Luego, pongámonos a hacer cuentas. Yo sé cuál quiero, pero no tengo claro cuál prefieren el Gobierno y el resto de partidos.
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