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Columna
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La igualdad, el viejo asunto

Muchas reivindicaciones son defendibles, más allá del argumentario que casi siempre las enloda

El Secretario de Estado de Servicios Sociales, Mario Garcés, en la Comisión de Igualdad del Senado el pasado cinco de marzo.
El Secretario de Estado de Servicios Sociales, Mario Garcés, en la Comisión de Igualdad del Senado el pasado cinco de marzo.Kiko Huesca (EFE)

Mario Garcés, secretario de Estado de Servicios Sociales e Igualdad, defendió en el Senado la igualdad plena entre hombres y mujeres como condición de una democracia real. Entre otras cosas. Una buena noticia tanto si creemos en su sinceridad, lo debido en democracia, como si no. En este último caso estaría honrando los principios feministas, según la máxima de La Rochefoucauld: “La hipocresía es el homenaje que el vicio rinde a la virtud”.

Desde luego, estamos muy lejos de quienes en Alabama combatían los derechos civiles. Allí había oposición de principio. Se defendía la desigualdad, invocando, por cierto, el autogobierno autonómico frente al centralismo. La diferencia importa. Los racistas discrepaban esencialmente. No es nuestro caso. Nuestros conservadores comparten el paisaje moral de la igualdad y condenan el techo de cristal y la brecha salarial, aunque discrepen en su alcance y naturaleza.

En esas circunstancias las diferencias son abordables. Unas son conceptuales o empíricas, no ideológicas, y, en ese caso, se impone la exigencia de claridad argumental, el afán de verdad, algo que no sobra en cierta teoría política feminista que, entre otras cosas, parece despreciar la navaja de Ockham. Y algo que debemos exigir, porque se trata de reflexiones facturadas por personas adultas en posiciones académicas consolidadas, no de gritos ante la injusticia de campesinas iletradas (J. Lindsay, Why No One Cares About Feminist Theory, Quillete, 2008). La igualdad comienza por el respeto intelectual, por tomar en serio.

Otras discrepancias atañen a las propuestas, a su eficacia o su calidad normativa. A veces, unas cosas se superponen a otras, como sucede cuando se incurre en la falacia ecológica (en promedio los varones son….ergo, cada varón…) para justificar la suspensión de la presunción de inocencia, una de las conquistas de los revolucionarios de 1789.

Pero todo eso es resoluble. Sobre todo porque muchas de las reivindicaciones son defendibles con independencia del inescrutable argumentario que tantas veces pretende arroparlas y que casi siempre las enloda. Se puede estar de acuerdo con ellas y discrepar de cada uno de los “principios” que supuestamente las sostienen. En realidad, a mi parecer, para justificarlas bastaría con recuperar ideas clásicas de igualdad y de libertad, en su versión más exigente, republicana. Para empezar, se trataría, además de combatir la estigmatización de ciertas actividades, de garantizar las condiciones materiales que aseguren una igual posibilidad para elegir planes de vida, incluidos los quehaceres, y de impedir cualquier forma de poder arbitrario en la relación laboral. Algo que, por cierto, exige pensar en serio sobre la maternidad, un asunto de complicada digestión para cierta izquierda.

A partir de ahí, que cada cual confeccione su vida según le dicten sus hormonas o sus lecturas. Ese día desaparecerán las dudas acerca de qué ilustra la estadística. Las diferencias en ingresos y actividades nada nos dirán de las injusticias. Mostrarán la exacta medida de la libertad de cada cual para hacer lo que prefiere con su vida. Podremos estar seguros de que son elecciones lo que hoy algunos ven como condenas.

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