Por qué los niños necesitan jugar al aire libre, según la neurociencia
El tiempo de juego en libertad desciende en las últimas décadas, mientras que aumentan los pequeños con ansiedad y depresión
Por paradójico que parezca, los presos pasan más tiempo al aire libre que muchos niños de nuestras ciudades. Casi el doble. En concreto, el tiempo al aire libre en contacto con la naturaleza se ha reducido considerablemente, pasando más del 90% de su tiempo en espacios cerrados. El correcto desarrollo del niño necesita movimiento desde que nace y la forma más fácil e interesante de moverse, es jugando y si puede ser, al aire libre.
El sistema nervioso sirve para moverse, el resto de las miles de páginas de un manual de neurociencia están subordinadas a este hecho de la naturaleza tan relevante. Y es algo extraordinario, tan bello como complejo. La función última de un ser vivo es reproducirse, para lo que necesita acercarse a ciertos estímulos, como la posible pareja, y alejarse de otros, como los depredadores.
Los subsistemas sensoriales y emocionales están al servicio del subsistema motor, que a su vez está relacionado con una conducta de acercamiento o alejamiento. Lo podemos comprobar en la vida diaria. Si en la piscina pisamos algo cortante, levantamos el pie instintivamente. Si nos atrae alguien o algo, nos acercamos poco a poco. Asimismo, si no nos gusta una situación o detectamos un peligro, nos alejamos. Todo es moverse, pues. Y nuestro cerebro dedica muchas neuronas para llevar a cabo esa función.
Una gran superficie de nuestros hemisferios en nuestro cerebro, en concreto, la corteza motora primaria y secundaria, se halla dedicada al control motor. Existen núcleos neuronales -un complejo llamado estriado, situado en las profundidades cerebrales-, dedicados, entre otras cosas, al movimiento planificado. Asimismo, el cerebelo, que se encuentra en la parte posterior del encéfalo, es otra estructura fundamental para el movimiento. También existe un subsistema completo -llamado vestibular- para garantizar el equilibrio en todos nuestros movimientos. Son muchísimos recursos, pero en ellos nos va la vida.
Durante el desarrollo temprano, nuestra especie aprende paulatinamente a moverse de manera cada vez más sofisticada, lo que significa que aprende a manejar los subsistemas implicados en ese movimiento: el sensorial, el vestibular, el cognitivo y, por supuesto, el emocional. Y ese aprendizaje se realiza en la infancia mediante el juego.
Muchas funciones del sistema nervioso tienen ventanas temporales de neuroplasticidad, donde la sensibilidad es crítica y su formación óptima. Por ejemplo, andar y hablar en los tres primeros años. La alteración de la plasticidad durante períodos críticos de desarrollo está implicada en muchos trastornos neurológicos pediátricos.
Estas ventanas tienen como fundamento de aprendizaje el juego en todas sus variantes. Algunas funciones son fisiológicas, como el sistema nervioso vestibular, que, como hemos explicado, realiza dentro del cerebro la función del equilibrio y que necesita de estímulos para su desarrollo, ya que de lo contrario la movilidad del niño no estará optimizada y tendrá miedo ante cualquier desafío que conlleve desplazamientos en altura, velocidad, giros o cambio de postura bruscos. Los moratones, heridas y rasguños son, pues, un derecho de los niños a la hora de aprender. Es más, pretender evitarlos a toda costa puede producir déficits cognitivos y emocionales para toda la vida.
Modular la agresividad y la empatía
El juego debe ser la principal actividad de un niño. Es lo que su cerebro espera: juegos y más juegos, sobre todo relacionados con la actividad física y preferiblemente al aire libre. Se puede jugar solo –además, el cerebro también necesita aprender a aburrirse- y, sobre todo, en compañía. Cuanto más heterogéneas sean las edades de los niños que juegan, mejor será para el desarrollo de las relaciones personales, la modulación de la agresividad o la empatía.
Cualquier persona que haya tratado con niños, habrá observado cuáles son sus preferencias y cómo disfrutan cuando van a los columpios, no digamos ya a los parques de atracciones. La velocidad, las vueltas, la sensación de peligro que causan las alturas, los desafíos del equilibrio... Todo eso es muy atractivo para el niño, porque lo que estamos haciendo es llevar su cerebro al entorno donde hemos evolucionado durante millones de años y al que estamos adaptados. Vivimos en ciudades desde hace unos pocos cientos de años y la evolución no ha podido adaptar nuestro organismo a vivir en ellas. Cuando un niño juega al aire libre preferiblemente en un entorno natural , el cerebro lo agradece con una inyección de felicidad. ¿Hay riesgos? Por supuesto, eso es vivir.
Por naturaleza, los niños, no tienen excesiva conciencia del pasado y tampoco del futuro, viven el momento. Su actividad principal es jugar. Y el juego promoverá que nuestro hijo aprenda a moverse con habilidad, a no herirse, a valorar las situaciones de manera adecuada y, cuando no haya otro remedio, a ser agresivo y sobre todo a serlo con la medida adecuada, respetando en lo posible los valores aprendidos. Ahí, el entorno familiar tiene un papel fundamental.
Puesto a pedir, mejor la naturaleza que el jardín del barrio porque el cerebro necesita la novedad, la curiosidad y la investigación. El juego permite a los niños, después de haber muestreado sus entornos, generar, de manera bastante eficaz, un repertorio de comportamientos innovadores que pueden adaptarse a un nicho específico. La exploración de lo desconocido, por fortuna, va en nuestros genes.
Niños con ansiedad y depresión
Durante las últimas décadas, en las sociedades modernas –sobre todo las occidentales- se ha dado un declive en la libertad de los niños para jugar, especialmente en juegos sociales y en grupos mixtos de edad que se hallen lejos de las miradas vigilantes de los adultos. Al mismo tiempo, se ha producido correlativamente en los niños un incremento considerable de trastornos de ansiedad, depresión, sentimientos de tristeza, impulsividad o narcisismo.
Todos hemos sido pequeños y hemos disfrutando con el cosquilleo que produce asomarse a lo alto de un tobogán o subir por las estructuras de hierros de los columpios. Dar vueltas en los tiovivos o colgarse de cualquier lado como un mono -al fin y al cabo, lo que somos- es una fuente de evidente placer. Cualquier conducta que ponga a prueba nuestro sentido del equilibrio nos atrae como un reto desafiante. Tanto es así que, durante su desarrollo, los niños sondean los límites para superarse a sí mismos poco a poco. Un paso más, un escalón más, una vuelta más... El peligro les atrae, pues les marca sus límites
Así la teoría de la regulación emocional a través del juego, propone que uno de las principales funciones del juego en jóvenes mamíferos es para el aprendizaje de cómo regular el miedo y la ira. En un juego con cierto riesgo los más pequeños aprenden a enfrentarse a pequeñas dosis de miedo que son manejables sin caer en emociones negativas por mucho tiempo. Así aprenden que se puede superar la situación y recuperar después un estado emocional normal de alegría.
Los análisis revelan que, al mismo tiempo que se coarta la libertad en el juego, entre cinco y ocho veces más jóvenes sufren niveles clínicamente significativos de ansiedad y depresión, según los estándares actuales, mucho mayores que en los años cincuenta. Así como la disminución en la libertad de los niños para jugar con cierto riesgo ha sido continua y gradual, también lo ha sido el aumento de la psicopatología infantil Hacen falta más estudios para corroborar esto. Por ejemplo, Peter Schober, de la Universidad de Medicina de Graz, afirma que los niños sedentarios –los que no asumen riesgo alguno- enferman cinco veces más de depresión que los que se mantienen activos.
Ellos saben cuándo asumir riesgos
Tenemos una tendencia innata a subestimar las capacidades cognitivas de los niños, pero lo cierto es que ellos saben mejor que nosotros cuando están preparados para asumir cierto riesgo. En la playa, mi hija pequeña sabe perfectamente hasta qué altura pueden llegar las olas antes de salir corriendo hacia la arena. Hay muy pocas posibilidades de que una ola la coja desprevenida, pues su cerebro activa los mecanismos para saber dónde están los límites.
Es cierto que los niños pueden equivocarse –y lo hacen y así aprenden-, pero no suele ser lo frecuente. Si no, no habríamos sobrevivido como especie. Cómo los niños asumen retos y riesgos que son manejables, un resultado negativo leve es aceptable. Y si no, los padres podemos echarles un ojo, como por lo demás debemos siempre hacer en las playas o piscinas.
Porque es muy importante saber que todos los niños no son iguales. Lo que para uno puede ser estimulante para otro puede ser traumático. En esta diferencia los padres desempeñamos un papel fundamental. Los niños deben elegir el riesgo que pueden manejar. No debemos forzarlos a tratar con riesgos mayores, aunque sepamos que no son perjudiciales. El punto de vista del niño es diferente. Si le da miedo que una ola, le tape la cara no hay que forzarle, por mucho que sepamos que no pasa nada. La mejor forma superar retos es que el niño los elija. Y el juego es la vía que dirige estas conductas.
Merece la pena echar un vistazo a este documental de cómo algunas comunidades promueven el juego al aire libre, basado en la aventura, para fomentar el correcto desarrollo físico y cognitivo del niño.
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