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MIRADOR
Columna
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Mente adentro

Einstein creía que esas intuiciones que parecen llegadas del cielo son, en realidad, producto de una larga actividad intelectual, aunque inconsciente

Javier Sampedro
Cerebro humano cubierto con redes de Inteligencia artificial.
Cerebro humano cubierto con redes de Inteligencia artificial.

Entre las múltiples propuestas para mitigar los riesgos de la inteligencia artificial, como cobrar impuestos a los robots, ha destacado en el último mes la del ministro francés de Economía Digital, Mounir Mahjoubi, que ha planteado evitar que el Gobierno utilice algoritmos cuyas decisiones no puedan ser explicadas. Puede discutirse si esta idea es factible, pero no cabe duda de que es fructífera, porque plantea unas cuestiones científico-filosóficas de gran altura.

Tomemos a AlphaGo Zero, el sistema de Google Deep Mind que el año pasado no solo mostró su superioridad aplastante al juego chino del Go, sino que lo hizo aprendiendo desde cero, a base de jugar partidas contra sí mismo. De manera asombrosa, el robot no solo halló por su cuenta las estrategias abstractas de alto nivel que a los jugadores humanos les ha costado siglos manejar, sino que descubrió otras totalmente novedosas y más eficaces que las anteriores. ¿Podría usar este algoritmo el Gobierno francés? Solo si se puede explicar cómo ha tomado sus decisiones. ¿Se puede? Buena pregunta, monsieur Mahjoubi.

Quizá el lector recuerde a Grigori Perelman, el genio ruso que en la década pasada demostró la conjetura de Poincaré, un endiablado (y esencial) problema matemático que había derrotado a los mejores cerebros geométricos del siglo XX. Sabemos que sus resultados son correctos, pero ¿podemos explicar cómo los alcanzó? Otra buena pregunta. Lo que podemos decir con certeza es que Perelman acabó mal, abandonó las matemáticas, se fue a vivir con su madre a San Petersburgo, rechazó la medalla Fields y pasó ampliamente del millón de dólares que un mecenas había ofrecido por la resolución de ese enigma que le costó diez años de su vida y la mitad de su salud. No creo que el Gobierno francés pueda emplear tampoco a Perelman.

También a Einstein le costó diez años descubrir las ecuaciones de la relatividad general, el fundamento de la cosmología moderna. Esa teoría esencial ha superado hasta ahora todos los desafíos experimentales y observacionales, y es tan verdad como pueda serlo una verdad científica, siempre provisional y esclava del mundo. Su punto de partida es la simple y aparentemente tonta idea de que una persona en caída libre no sentirá su propio peso. “La idea más feliz de mi vida”, la llamó Einstein. Se le ocurrió de repente en 1906.

Einstein creía que esas intuiciones que parecen llegadas del cielo son, en realidad, producto de una larga actividad intelectual, aunque inconsciente, y que se puede reconstruir a posteriori. Él sí que podría trabajar para el Elíseo.

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