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Tribuna
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La respuesta es el silencio

La protección de grupos vulnerables convive hoy con la impunidad de discursos nauseabundos en las redes. La única política posible para no magnificar el alcance de las afrentas es evitar en lo posible las persecuciones legales

Francisco J. Laporta
ENRIQUE FLORES

Hace ya más de 30 años, fui testigo de algo que ilustra bien lo que estamos padeciendo estos meses. Una película de Godard, titulada Je vous salue Marie, que pretendía una revisión del mito católico de la Anunciación y virginidad de María, algo exhibicionista, pesada y discutible, provocó un escándalo mayúsculo. Hasta el mismo papa Wojtyla, con su testarudo integrismo, salió a la palestra para declarar que “hiere profundamente el sentimiento de los cristianos”. En España, una nutrida tropa de jóvenes fanáticos dio en ponerse a rezar el rosario a la puerta de las salas que la proyectaban. El resultado: una cinta que hubiera resistido dos meses en cartel solo por el fervor de cuatro cinéfilos convocó a miles de espectadores. Todos supimos de ella, y acudimos presurosos a ver el bodrio. Y eso que entonces no había redes sociales.

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Es lo que estamos viviendo estas semanas entre nosotros. La estupidez de prohibir o perseguir alguna obra multiplica el apetito por verla o defenderla. Y así, una cantinela o rap de ínfima calidad literaria y detestable gusto ha podido ser escuchado por todos los ciudadanos, lo que era impensable sin mediar la persecución. O una ocurrencia fotográfica irrelevante como arte e irrelevante como consigna política, se ha transformado en un objeto de general curiosidad y deseo. Ambos artistas están obteniendo ya pingües ganancias. Por su parte, un presunto afectado en su honor por la narrativa de un libro-reportaje riguroso sobre el tráfico de droga en Galicia ha conseguido hacerlo un éxito de ventas simplemente con una demanda seguida de un desafortunado secuestro judicial del libro. Cualquiera que fuera la intención del demandante, entre él y el juez han conseguido que todos sepamos ya de sus andanzas de hace años. Algunos de los perseguidos están naturalmente frotándose las manos. Hasta el punto de que el supuesto vate ha insistido en su rap y en sus insultos tras ser condenado, seguramente para provocar una nueva reacción y hacer más caja.

Los límites de la libertad de expresión siempre han sido difíciles de establecer. Si aceptamos que se puede delinquir con palabras o imágenes, tenemos que admitir que esos límites existen. Pero dibujarlos no es nada fácil. El magistrado americano Oliver Wendell Holmes decía que no se puede gritar falsamente “¡fuego!” en un teatro abarrotado, provocando una estampida humana. Pero hay demasiados casos que no están tan claros. Nos lo acaba de recordar la Corte de Estrasburgo al afirmar que quemar retratos de autoridades no es incitación a la violencia ni discurso de odio. Está, pues, amparado por la libertad de expresión.

No debemos multiplicar por nuestra cuenta los efectos que nos perjudican

Detesto a quienes andan por ahí quemando cosas. Se les ha visto demasiadas veces pasar de quemar unas a quemar otras (libros, por ejemplo). Pero admito que puedan verse como actos simbólicos de protesta política. Cada uno protesta como le da de sí el cerebro. Pero los límites, como vemos, son inciertos. Algunos periodistas pretenden incluso que no los hay. Eso les permite injuriar, manipular, tergiversar, denigrar, etcétera, so capa de libertad de información. Y luego se escandalizan púdicamente con las diatribas de Trump contra las fake news.

Además, la libertad de expresión tiene hoy que actuar en dos escenarios nuevos y contradictorios que no existían tan solo hace 30 años. El primero es el de la sensibilidad, a veces impostada, de ciertos grupos y minorías que han dado en alentar las prohibiciones de ciertos discursos odiosos o discriminatorios porque hieren la dignidad de sus miembros. El segundo es el de las redes sociales y la realidad de Internet.

En el primer escenario los límites de la libertad de expresión tienden a reducirse, pues los partidarios de esa política han logrado incluir ciertas conductas expresivas como delitos en los códigos penales. Esto amenaza esa libertad y sus parientes cercanas, porque las minorías pueden ser artificiales y las ofensas inventadas. Estos días los dirigentes de UPL han afirmado que “se ha insultado a los leoneses” porque unos medievalistas han concluido en un seminario académico que León no fue la cuna del parlamentarismo. Y eso amenaza la libertad de cátedra.

El derecho es lento y torpe comparado con el anonimato y la capacidad de camuflaje de la Red

En el segundo escenario, la ampliación de esas libertades es imparable, porque el derecho como método de control de conductas es lento y torpe comparado con la agilidad, el anonimato y la capacidad de camuflaje de la Red. Además, la web está más allá de la territorialidad propia del derecho estatal; como dicen algunos especialistas, carece de soberano. Sus efectos pueden ser por ello los que antes mencionaba: cada prohibición, amenaza o sanción desencadena una catarata de reproducciones del texto o la imagen perseguida, produciendo así una reiteración incontrolable de las expresiones que se pretendían limitar. En estos días vamos a ver muchas veces esa quema de los retratos del Rey que solo habían visto cuatro gatos en una triste plaza de Girona.

Estamos, pues, ante un horizonte paradójico. El progreso moral que podría suponer la demanda de protección de la dignidad de individuos, grupos y minorías vulnerables tiene que convivir con la impunidad de tantos discursos nauseabundos como se depositan todos los días en las redes. Lo mejor del ser humano se expresa en aquello; lo peor en esto. Quizás hayamos estado siempre condenados a movernos entre lo uno y lo otro, pero ahora vivimos en el seno de una retícula comunicativa ingobernable que puede multiplicar exponencialmente las muestras de esa degradación y las consiguientes afrentas a individuos o grupos. La única política que cabe para minimizar la estupidez de multiplicar los vómitos repulsivos o las toscas ocurrencias que circulan por ella es evitar en la mayor medida posible las persecuciones legales. Adoptar tendencialmente la directriz de no enfrentarlos, salvo excepcionalmente. Es decir, limitar al máximo los supuestos de hecho que dan lugar a sanciones o prohibiciones.

Y para ello no necesitamos apelar a principios, que los hay, y son los que nos empujan a defender con repugnancia moral el ultraje del rapero, la insidia del fotógrafo, o la burda protesta del incendiario. Solo necesitamos pensar en lo que supone que seamos nosotros los que multipliquemos semejantes expresiones. Es decir, hemos de pensar en la perversión estúpida que supone provocar unos efectos contrarios a lo que deseamos. Ignorarlos es la única manera de que, dada su liviana catadura, permanezcan en el silencio que merecen. No los transformemos en actores privilegiados de un diálogo al que no tienen título alguno. Silencio. Nada más. No ofende quien quiere sino quien puede.

Francisco J. Laporta es catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid.

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