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Tribuna
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Memoria y convivencia en Euskadi

ETA no empezó con el primer disparo de pistola, sino con las palabras que describían un sueño de purificación nacional. A partir de los 90, la sociedad vasca empezó a rechazar el terror para exorcizar su pasado de silencio

Eduardo Madina
EDUARDO ESTRADA

ETA anunciará este año su disolución. Lo hará seis años después del abandono de la violencia. Por el camino quedaron más de 800 personas asesinadas y un largo ciclo de extorsión, persecución y muerte que marcó el contexto vital de varias generaciones de ciudadanos. Con esa estrategia de terror y de asesinatos selectivos, ETA trató de elevar a categoría de total la visión particular que tenía sobre lo que debía ser Euskadi. Mató para instaurar —por ejemplo, en palabras de María Dolores González Katarain, Yoyes—“un deber de uniformidad”; para que toda la sociedad asumiera una idea obligatoria de lo vasco. La suya.

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El lento despertar de amplios sectores de la sociedad vasca, su progresiva movilización contra una forma de terrorismo sustentada en el apoyo de otros sectores de la misma sociedad, el trabajo de los grupos pacifistas, los acuerdos políticos contra el terrorismo, empezando por el Pacto de Ajuria Enea, y especialmente el trabajo de las diferentes policías y el último proceso de paz dirigido por el Gobierno del presidente Zapatero, llevaron a la banda al reconocimiento de su incapacidad para continuar con su proyecto. En la tarde del 20 de octubre del año 2011 reconoció su derrota; anunció el cese definitivo de su actividad tras un largo recorrido que comenzó mucho tiempo atrás. Exactamente, 52 años antes.

Y no, ETA no empezó con el primer disparo de pistola. ETA empezó con las palabras. Con palabras que describían un sueño de purificación nacional, que pretendían una idea enfermiza de Euskadi, sin contaminación por pluralidad, homogeneizada en sentimientos identitarios, liberada de impurezas.

No comenzó con el estallido de la primera bomba, comenzó con el establecimiento de una narrativa de fronteras, con la señalización del diferente y la diferenciación del otro. Nació y se sostuvo en la implementación de un dogma romántico, en un lenguaje de extranjerización, en el dedo señalizador del “maqueto”, en un algoritmo ideológico al servicio de la diferenciación entre vascos puros y quienes no lo eran a los ojos de ETA. Nació en las palabras que definían Euskadi como una geografía sagrada, como un ideal puro de patria.

El riesgo de olvido es un precio que la sociedad vasca no puede pagar, que no debe pagar

Esa construcción teórica de la diferencia, unida a la dinámica de terror implantada por ETA, fue voluntaria o involuntariamente acompañada de una construcción social de la distancia, de aislamiento en determinados sectores, sociales y geográficos, de las personas señaladas. Diferenciación—señalización—distancia. Ese era el encadenamiento que antecedía al último eslabón; el atentado personal, el asesinato selectivo como paso último de una cadena que empezaba mucho antes.

A finales de los años setenta y principios de los años ochenta, los atentados tenían por respuesta una amplia mayoría de silencio. Cientos de miles de vascos que no hablaban, que no habían visto nada, que no habían escuchado nada, vascos que invertían el flujo de sospecha hasta hacerlo recaer en la víctima; “quién le mandaría meterse en política”, “algo habrá hecho”. Vascos, en muchos casos, protagonistas de la famosa frase de Luther King; la indiferencia de las buenas personas.

Algunos años más tarde, especialmente desde los años noventa, la sociedad vasca empezó a mostrar un rechazo mayoritario con el que exorcizar parte de su pasado de silencio y con el que terminar siendo clave en la aceleración de los tiempos para acercar el final de la violencia.

Y hoy, seis años después de que esta llegara, el debate principal comienza a ser otro. Se observa, entre nosotros, una disyuntiva nítida en la deliberación política e institucional vasca; una vocación de memoria frente a una tentación de olvido. Disyuntiva que tiene un valor determinante y que debe ser resuelta en el marco de la reforma del Estatuto de Gernika. Momento en el que todas las fuerzas políticas tienen una responsabilidad; zanjarla.

Diferenciar, señalizar y distanciar. Tal era la cadena en cuyo último eslabón estaba el atentado

Porque es ahí donde se tiene que defender que la comunidad vasca, a la hora de constituirse como tal, debe inspirarse, al menos en parte, en la memoria de las víctimas. De las víctimas de un terrorismo que no llegó de fuera, sino que fue incubado dentro de la propia sociedad vasca. Expresarlo —y darle el máximo rango jurídico— es demostrar que Euskadi se sabe y se reconoce custodia de un legado del que no puede desprenderse. Un legado de vacío; el dejado por cada una de las personas que ETA asesinó a lo largo de sus cinco décadas de actividad.

Así es como tiene que protegerse a sí misma, haciéndose cargo del significado y naturaleza de su pasado de sangre para establecerlo como mecanismo preventivo de repetición futura. Y desde ahí, apostar por la implementación de más medidas en el campo de la educación obligatoria y de políticas públicas transversales para que las generaciones jóvenes crezcan con consciencia plena de todo lo que su sociedad incubó y durante tanto tiempo sufrió. El riesgo de olvido es un precio que la sociedad vasca no puede pagar, que no debe pagar. Ojalá algunos de sus representantes institucionales no lo intenten recorrer en su apariencia de atajo porque en el intento de un olvido inferido no hay redención alguna. Como mucho, una sospecha de culpa que no puede ser transferida al conjunto de la sociedad en lo que nos articula y define como comunidad.

La idea secularizada de Euskadi como una comunidad cívica, caracterizada por su pluralidad y con capacidad para la convivencia, es exactamente el país contrario al que ETA soñó. Sin duda, el mejor sendero de futuro para la sociedad vasca. Pero ese sendero solo se alcanza si se acepta que esa fue precisamente la idea de país amenazada y atacada. Nace de ahí —de la institucionalización de la memoria— el ideal cívico al que muchos de nosotros siempre hemos aspirado en Euskadi; convivir en un mismo espacio público definido por pluralidad, paz y libertad.

ETA empezó con las palabras, sí. Y la narrativa de lo que fue también nos espera a todos en las palabras. Nos pregunta por cuáles elegiremos. En las que elijamos para explicar su significado, en la importancia y rango que les otorguemos, está, en parte importante, el significado que nos damos a nosotros mismos como sociedad. Ahí puede nacer también nuestro blindaje ante el futuro como una comunidad de memoria y de convivencia. Sin posibilidad de vuelta atrás. Ojalá la sociedad vasca tenga suerte y el Parlamento vasco acierte.

Eduardo Madina es director de KREAB Research Unit, unidad de análisis y estudios de KREAB en su división en España.

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