Barrer
Por momentos, todo me parece un acto de omnipotencia deplorable que alguien debería prohibirme
Por estos días barro mucho. Barro pisos limpios, relucientes, sin una mota de polvo. Pisos que no necesitan ser barridos. Barro la cocina, la sala, el balcón, el cuarto, los pasillos. Con el orgullo de la prolijidad, barro siempre debajo de la cama. En la computadora de mi estudio, mientras tanto, respira con los bronquios roídos por la enfermedad un íncubo deforme de doscientas páginas repleto de preposiciones, verbos, paréntesis, signos de interrogación, diálogos, citas, comillas, metáforas, elipsis, oraciones subordinadas y de las otras. Practico con él una guerra quirúrgica de amputaciones, desalientos, euforias despreciables. Lo hago desde hace semanas. Doce o catorce horas por día. De lunes a lunes, sin derecho a descanso. Porque, si me alejo de él por unas horas, cuando regreso es peor: luce como una alfombra vieja con quemaduras de cigarros, hay vómitos en los rincones, vasos rotos, manchas de sangre, piezas que no encajan. Entonces no me alejo demasiado. Apenas lo necesario. Y barro. Por períodos breves. Varias veces al día. Después vuelvo al monstruo, le limpio las babas imbéciles, lo desinfecto esquivando sus colmillos fétidos. No lo quiero. No es cariño lo que puede sentirse por algo que asfixia, que cubre todos los espacios, todo el tiempo, todo el sueño y toda la vigilia. Por algo que arrasa con los cumpleaños, las películas, los fines de semana al sol. Por algo que berrea, que chilla, que somete. Lo respeto. Como se respeta a un enemigo. Por los mismos idénticos motivos. Podría abandonarlo. Apretar delete, decir adiós, gracias por venir, nos vemos nunca. Porque es absolutamente innecesario. Como casi todas las cosas. Por momentos, todo me parece un acto de omnipotencia deplorable que alguien debería prohibirme. En otros, una maniobra de aniquilación insensata de la que yo misma debería ponerme a salvo. Entonces, barro.
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