Anacronismos en serie
Resulta extraño que un cura diga en un entierro “requiem cantim pacem”, en vez de “requiescat in pace”.
Los agentes de El ministerio del Tiempo que viajan al pasado deberían ser descubiertos enseguida. La pronunciación de ciertos fonemas y la presencia de giros y palabras que no existían en épocas pretéritas los habrían de delatar como seres de otro tiempo. Pero nadie parece reparar en ello.
Por descontado, se trata de una ficción. Si estamos dispuestos a creer que uno sale por una puerta y se planta sin más en la revuelta de los comuneros (1521), cómo no vamos a dar por bueno lo demás.
Pero ya resulta más extraño que los españoles de aquellos siglos adopten significados que entonces no se habían inventado. Sabemos, sí, que casi ninguna película de romanos se ha rodado en latín, y que las convenciones de la creación literaria nos invitan a dejarnos engañar sin poner mayores dificultades en detalles accesorios. Pero no costaría tanto que los personajes evitaran al menos algunos neologismos actuales cuando viajan al pasado, y que el lenguaje de la serie estuviera tan ambientado como el vestuario.
Así, por ejemplo, se puso en boca de Lope de Vega (nada menos) esta oración dirigida a Cervantes: “Solamente sois el cronista de este evento”. El término “evento” se refería ahí a la ratificación en Valladolid del acuerdo de paz entre Inglaterra y España, pero en el siglo XVII no se definía con esa palabra un acto previsto y ordenado.
“Evento” (del remoto verbo “evenir”) se aplicaba entonces a un acaecimiento, es decir, a algo que sucedía “impensadamente o contra lo que se presumía o esperaba”; por tanto, algo inseguro (de ahí su relación con “eventual” y “eventualidad”). Hoy en día, sin embargo, esa cadena cromosómica se ha roto con la descuidada clonación del inglés event, y “evento” se aplica ya a cualquier acto organizado.
Anacronismos de ese estilo se pueden apreciar en todo tipo de ficciones históricas, a nada que uno pare la oreja. Por ejemplo, en El secreto de Puente Viejo (principios del siglo XX), un personaje le dice a otro que quiere hablarle “con privacidad”, el de más allá comete “un fallo puntual” y un tercero reconoce haber disfrutado de una “aventura” con una moza. Ésas y otras expresiones corresponden al español de nuestro tiempo, y no al del momento en que se desarrolla la ficción. Pero incluso hoy sería inverosímil que una criada que dice “quedo muy agradecía de tos vosotros” soltase a continuación “aquí han habido muchas alegrías”, expresión habitual en Cataluña y otras zonas que no casa con el léxico y la dicción que usa ese personaje en el resto de los capítulos.
También resulta extraño que un cura, don Anselmo, diga en un entierro “requiem cantim pacem” (en vez de “requiescat in pace”: descanse en paz). Los sacerdotes de aquella época aprendían latín y lo practicaban en la misa y otros ritos, por lo que parece poco verosímil un error de esa naturaleza.
La filología cuenta con muchos licenciados en paro. No estaría mal que las series españolas (magníficas en otros aspectos) contrataran a algunos de ellos para cuidar mejor los guiones y situarlos a la altura del talento y el mimo que se aprecia en la interpretación de los actores, en la gran calidad de las tramas y en el vestuario y la decoración.
Esas ficciones le dan al espectador cierta cultura sobre la historia y la vida cotidiana de otro tiempo. Sería instructivo también que la lengua no quedase al margen de tan precisas recreaciones. Aún podemos evitar que el día menos pensado un actor que encarne a Cervantes diga: “Esto me mola mogollón”.
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