Barcelona o muerte
La marcha del campo a la ciudad aspira a la conversión nacionalista de la capital catalana
Se antoja pinturero, pintoresco, el municipio de Vic, particularmente su casco histórico, pero es difícil reconocerlo de tantas esteladas, pancartas libertarias y carteles victimistas que recubren los palacios y los templos. Parece un parque temático del soberanismo de estética batasunera al que se accede no con la pulsera “all inclusive” convencional sino con el lazo amarillo en la solapa. No ponérselo implica un ejercicio de delación. Identifica al foráneo en su iconoclasia. Distorsiona la adhesión al festín onanista.
Onanista quiere decir que Vic necesita convencerse de su dramaturgia indepe. Creerse sus mitos y sus supersticiones. Exponer a los Jordis como cautivos del Imperio. Levantar una cárcel simbólica en la plaza mayor. No ya porque estamos en la ciudad natal de Marta Rovira, de Francesc Homs, de Carles Mundó -santísima trinidad con los estigmas a piel de flor-, sino porque Vic representa la caverna de la propaganda bucólico-rural.
Desde aquí se propaga la pureza del campo, el romanticismo labriego, la abnegación carlista, la devoción al cerdo, el ensimismamiento identitario, la resistencia clerical. Entraban ganas de subirse a uno de los globos que esta semana surcaban los cielos puros de la comarca circundante. Probablemente se divisa a bordo, cenitalmente, el dibujo de la tierra arada con la forma de una gran bandera estelada, a semejanza de las misteriosas apariciones geométricas que los ufólogos conceden a la creatividad de las visitas extraterrestres.
Vic pertenece a la provincia de Barcelona. Y constituye la punta de lanza que inocula la conversión nacionalista desde el campo a la gran ciudad. La borroka cupera, el cinismo de las elites, el travestismo convergente, la red clientelar, la sumisión blaugrana y las antenas de TV3 han conspirado en la intoxicación nacionalista de la capital, pero no se explica la involución sin la obstinación de los mormones de Vic y sin la implicación de los municipios aledaños, neoevangelistas de una coreografía catártica que aspira a instalar en Barcelona la doctrina del oscurantismo, mejor todavía con una alcaldesa que abjura del extranjero, abusa de su propia ideología separatista y hace política provinciana en una ciudad de idiosincrasia cosmopolita.
Hay provincias de Cataluña que ya han desconectado de España -Girona, es el caso más elocuente- y otras donde el nacionalismo ha prosperado muchísimo en poquísimo tiempo -Tarragona-, pero es Barcelona el escenario más expuesto a la progresión del fanzine soberanista en su ambición cultural, demográfica. Y no solo porque algunos barrios de la ciudad ya conforman un territorio hostil al maridaje de España —Vila de Gràcia, Sants, Poblenou—, sino porque la expansión de las esteladas en los balcones de otras áreas urbanas sugiere la expectativa de una epidemia que amenaza la ilustración y cuestiona la resistencia de las grandes urbes a los fenómenos de la política emocional.
Londres refutó masivamente el Brexit, apenas el 4% de los vecinos de Washington votó a Donald Trump y el 90% de los parisinos escogieron presidente a Macron a expensas de Marine Le Pen. Quiere decirse que las ciudades sofisticadas, mestizas, complejas, no solo neutralizan las supersticiones políticas y viscerales en los momentos de urgencia, sino que además representan espacios de tolerancia y de convivencia gracias a la heterogeneidad y al rechazo del dogmatismo identitario.
El 96% de los vecinos de Vic proclamó “sí” a la independencia en el referéndum del 1 de octubre. No hizo falta si quiera manipular las urnas. Y debieron sentir los vecinos la emoción de subirse a los tractores y dirigirse hacia la Diagonal con Marta Rovira guiando al pueblo en la parodia del cuadro de Delacroix. O parodiando más todavía el lema con que Garibaldi marchó hacia la capital de Italia para conseguir la proeza de la patria. Barcelona o muerte
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