Mi Derry
Pasé por ese lugar cientos de veces. Pero lo había olvidado por completo: su existencia, su nombre, su ubicación
Estoy releyendo It, de Stephen King, la historia de unos amigos que viven en la escalofriante ciudad de Derry y que en el verano de 1958 hacen algo terrible para combatir el horror que allí habita. Luego se van del pueblo y, después de un tiempo, ya no recuerdan nada de lo que sucedió: la amnesia impide que el recuerdo del horror termine por matarlos. Hace poco alguien que nació y se crió en la misma ciudad en la que yo nací y me crié, y de la que me fui a los 17, me mencionó “la bicicletería de Bruno”. Fue una magdalena escandalosa. Yo fui decenas de veces a esa bicicletería. Con mi bicicleta marca Aurorita, con la gigantesca bicicleta de mi abuelo que mi madre me prohibía usar (temía que los golpes que me daba, cayendo con las piernas abiertas sobre el caño, me dejaran estéril), con las de mis hermanos. Pasé por ese lugar cientos de veces. Pero lo había olvidado por completo: su existencia, su nombre, su ubicación. Recuerdo de esos años tantas cosas: la trama de mi suéter rojo, mi madre zurciendo medias con un mate-calabaza, el olor de mi padre cuando volvía del campo, las manos prodigiosas de Osvaldo Moris, mi profesor de guitarra. Pero es tanto más lo que olvidé. Hoy salí a correr, en Buenos Aires, pensando en esa bicicletería. De pronto, cuando doblaba en la calle Matienzo, recordé cosas: las patadas en los tobillos que nos daba un profesor de Educación Física para que nos ordenáramos en fila; los alaridos de mi profesora de Teoría y Solfeo cuando no sabía una escala —“¡dia-tó-ni-ca! ¡¿No entendés?!”—; el profesor de natación que empujaba a los que no se atrevían a arrojarse desde el trampolín más alto; mis compañeros de colegio hablando de “los piojosos de la Casa del Niño”, un hogar para chicos carenciados. My own private Derry, me dije, y seguí corriendo. Rápido y lejos, como una persona profundamente asustada.
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