El consejo del Papa joven
Aspirar a conformar ese nuevo consenso es el particular desafío de las actuales generaciones
The Young Pope es una serie de televisión creada y dirigida por Paolo Sorrentino que merece la pena ser vista. Incorpora una estética muy cuidada, una música fantástica, un tono provocador y un guion inteligente que nos adentra en los desequilibrios de poder que genera en la curia romana la elección de un papa joven. Déjenme que traiga a colación el desarrollo de una escena en la que el atractivo Lenny Belargo, como Pío XIII, le recrimina al secretario de Estado del Vaticano haber utilizado viejos usos para dañar de forma irremediable su reputación, precipitar su renuncia y garantizar así la elección de un nuevo papa adulto. Pío XIII, magistralmente interpretado por Jude Law, advierte al astuto secretario de Estado que “sus métodos sólo funcionan con los viejos papas temerosos de perder sus consensos”, pero no sirven contra él porque, como asevera el protagonista de la serie, “soy un papa joven y me trae al fresco el consenso”.
En la actual realidad política española, tampoco falta quien recurre al consenso de entonces, para preservar una pretendida estabilidad que se vería comprometida ante iniciativas de cambio. Si ahora no contamos con un consenso equivalente al de entonces, señalan algunos, resulta una temeridad plantear una reforma constitucional. La pregunta que parece oportuno hacerse es, más bien, si resulta razonable que el consenso al que se llegó en 1978 después de mucho trabajo, se exija ahora como condición previa para iniciar el proceso de actualización. Siguiendo la lógica argumental del papa de ficción, una respuesta afirmativa sólo sería asumible para quienes teman modificar unas reglas sin las que su posición de poder se sentiría, quizás, amenazada. No es esta, sin embargo, la lógica que deban aceptar amplios sectores de la sociedad cuyas demandas de reforma tienen, en muchos casos, la pretensión exclusiva de mejorar el diseño de nuestras estructuras de Estado.
Resulta comprensible para quienes hicieron la Transición sentirse emocionalmente vinculados por unos acuerdos que han permitido una larga etapa de prosperidad y estabilidad en España. Sin embargo, comprometer las posibilidades de cambio que necesita el sistema, apelando a la falta de consenso previo, es un requisito difícil de justificar.
No sentirse atrapado dialécticamente por la necesidad de preservar los consensos del pasado no es un ejercicio de irresponsabilidad política, ni una ingenuidad de consecuencias inquietantes para el sistema. Como punto de partida, desacralizar los viejos consensos resulta, más bien, un ejercicio de patriotismo si está orientado a impulsar espacios de entendimiento potenciadores de una renovación del marco de convivencia que satisfaga expectativas, incentive lealtades y supere el deterioro del que da muestras nuestro actual proyecto de país. La aprobación final de tal pacto requiere sumar unas mayorías parlamentarias que hacen de esta iniciativa un reto considerable. Aspirar a conformar ese nuevo consenso al que los españoles quedaríamos vinculados es el particular desafío de las actuales generaciones. Corresponde a nuestros representantes políticos trabajar para lograrlo. No se admiten excusas.
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