El corzo
El regalo inesperado de encontrarte un cérvido en la montaña en un día de ‘puente’
De repente, en medio de la carretera solitaria, flanqueada de nieve, apareció un corzo. Se me quedó mirando directamente con unos ojos grandes y vivaces que no mostraban alarma ni sorpresa, ni tan solo curiosidad, sino una gracia y una paz infinitas. Hizo un gesto de increíble belleza con el cuello y caminó con la elegancia de una modelo en la pasarela hasta la cuneta. Dando un salto ingrávido de prima ballerina se metió entre las hayas. Yo ya había detenido el coche y seguía prendido en la escena como atrapado en un encantamiento. En el aire frío flotaba un leve aroma almizclado, el perfume salvaje de la etérea criatura. Me di cuenta de que seguía conteniendo el aliento para evitar que se disolviera la magia del instante.
Aquí, en el Montseny, es muy difícil ver un corzo (en catalán “cabirol”), no en balde se le denomina “el fantasma de los bosques”. Yo nunca había visto ninguno y mira que llevo años deambulando por la montaña. Se lo reintrodujo en el parque natural del Montnegre i el Corredor y de ahí ha pasado al Montseny, donde se encuentra ya bien establecido. Se lo puede cazar. De hecho muchas tardes he coincidido con el Marqués –le llamamos así porque en realidad lo es, marqués-, yo paseando y rastreando tejones y jinetas, y leyendo poesía romántica inglesa (Wordsworth atrae a los petirrojos), y él al acecho en la linde de los campos con el rifle suspendido en el trípode, esperando al corzo. Nos saludamos. Él sigue a lo suyo, sus artes de puntería y muerte, y yo a lo mío. La muerte del corzo me parecía algo reprochable aunque distante. Pero ahora que lo he visto, que se han cruzado nuestras miradas, y he podido percibir el latido de la vida en su cuello y el brillo en sus ojos de de un anhelo indescifrable, se que el Marqués no matará solo a su presa, sino todo lo que, en esta melancólica tarde de puente del final del otoño, el corzo y yo hemos compartido.
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