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MIRADOR
Columna
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Mapas

Quizá sea un acto de romanticismo reivindicar los viejos atlas que durante siglos nos ayudaron a representar el mundo cuando el mundo aún estaba por conocer del todo

Julio Llamazares
Exposición ‘Cartografías de lo desconocido’, en la Biblioteca Nacional de España.
Exposición ‘Cartografías de lo desconocido’, en la Biblioteca Nacional de España.

La exposición más bella que se puede ver en Madrid actualmente (y las hay muy destacables: la de Fortuny en el Museo del Prado o la de Picasso y Toulouse-Lautrec confrontados en el Thyssen) es la de mapas que se muestra en la Biblioteca Nacional. Bajo el título de Cartografías de lo desconocido en las salas de la institución pública se le ofrecen al visitante casi 200 mapas de todas las épocas que, aparte de su interés geográfico e histórico, suponen un derroche de belleza de tal dimensión que compite con cualquier muestra pictórica. Piezas como los mapamundi medievales o las cartas de los descubrimientos constituyen una auténtica explosión de plasticidad que emociona además de hacer volar la imaginación.

Somos muchos los que sentimos fascinación por los mapas incluso ahora que los GPS los han trivializado y desprovisto de glamour. Como le sucedía a Joseph Conrad, muchos sentimos una profunda emoción ante esas representaciones pictóricas que, como dicen los comisarios de la exposición, son al tiempo obras de arte e instrumentos científicos, “pues los mapas tienen algo de pintura, algo de fotografía y algo de geometría”. Y de fantasía, añadiría uno también. Joseph Conrad, autor de novelas de viaje inolvidables, lo corrobora en una de las cartelas que acompaña a la muestra de la Biblioteca Nacional: “En aquel tiempo había muchos espacios en blanco sobre la Tierra y cuando veía alguno particularmente atractivo en el mapa (aunque todos lo eran) apoyaba mi dedo en él y decía: ‘Cuando sea mayor iré allí”.

En estos tiempos de sobreinformación, cuando con sólo presionar un dedo uno tiene al alcance el planeta entero, quizá sea un acto de romanticismo reivindicar los viejos mapas y atlas que durante siglos nos ayudaron a representar el mundo cuando el mundo aún estaba por conocer del todo. Pero basta asomarse a ellos, imaginar cómo y quién los hizo y en qué remoto momento de nuestra historia para sentir que la realidad no lo es todo, que la geografía y la historia sin fantasía no son nada, que la información sin belleza no es más que conocimiento muerto, datos fríos y objetivos que nos pueden servir para orientarnos en la realidad pero nunca en el pensamiento, tan necesitado siempre de la imaginación. Cualquiera de los mapas centenarios que se exponen en la Biblioteca Nacional o de los atlas que desde hace ya tiempo publica la editorial Nórdica (el último, un maravilloso Atlas de la Literatura Universal coordinado por Pedro García Martín) valen más que todos los GPS que llevamos en nuestros dispositivos móviles, entre otras cosas porque nos sirven para fantasear.

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