Yo tenía un novio que...
“En el instituto yo tenía un novio que…” es una frase a la que le pueden seguir decenas de ejemplos. Yo tenía un novio que no me dejaba ponerme algunos vestidos porque eran muy cortos, o muy escotados, o ambas cosas; que se enfadaba cuando quedaba con aquellos amigos que a él no le caían bien; que acabó prohibiéndome estar con ellos; que me interrogaba cuando había salido sin que él estuviese; que decidía qué hacíamos, dónde íbamos y hasta a qué hora. Yo tenía un novio que no me dejaba conducir porque para eso estaba él; que me hacía callar en conversaciones de grupo; que aseguraba que si discutíamos era porque yo me comportaba como una histérica; que me pedía que estuviera todo el tiempo con él porque con quién iba a estar mejor.
Yo tenía un novio que registraba mi móvil; que alguna vez me dijo que iba vestida como una puta; que alguna vez me gritó en la calle, en un bar, en una cena, en el coche; que alguna vez me sacó a rastras de algún pub porque le parecía que ya me había divertido suficiente; que alguna vez dijo “es mía”; que alguna vez usó lo que él creía de su propiedad como si fuera exactamente eso, una propiedad.
Probablemente todas nos reconozcamos en cualquiera de esos ejemplos en algún momento de nuestra vida. A veces, la mayoría, pasan desapercibidos porque se normalizan, porque el entorno es tan tóxico como la propia pareja, porque nadie nos ha dicho que eso no es una relación sana; porque la idea de que el amor es posesivo y permisivo con todo está tan arraigada que es difícil verlo.
Lo era antes, cuando en la televisión Martes y 13 hacían sketches sobre un marido que pegaba a su mujer, las Mama Chicho bailaban y en Uno para todas un hombre empujaba a la piscina a las mujeres que iba descartando de un grupo que competía por ser su elegida. Sigue siendo difícil distinguirlo ahora, casi tres décadas después. El barómetro que el Centro Reina Sofía sobre Adolescencia y Juventud de la Fundación de Ayuda contra la Drogadicción (FAD) ha realizado este año da como resultado que el 21,2% de los jóvenes entre 15 y 29 años están muy de acuerdo o bastante de acuerdo en que la violencia de género es un tema que se politiza y se exagera mucho; no entienden como violencia ejercer control sobre sus parejas y el 27,4% lo ve como una conducta “normal”. Solo en Madrid, el número de menores de edad víctimas de violencia machista atendidas por los servicios de la comunidad ha crecido un 50% en los seis primeros meses de 2017.
La pelea, incansable, en muchas esferas de la sociedad, hace que cada vez existan más herramientas para educar, para visibilizar, para detectar, para denunciar. Las redes sociales, los medios, las organizaciones, las instituciones públicas… En mayor o menor medida y con mayor o menor acierto, contribuyen cada vez más a esa batalla que antes se libraba en pequeños espacios, en su inmensa mayoría ocupados por mujeres. Por suerte, llevan razón aquellos que dicen que el feminismo está de moda. Y menos mal. Ese mismo estudio del Centro Reina Sofía cifra en el 87% los jóvenes que consideran la violencia de género un problema muy grave, y es un porcentaje que crece.
Eso quiere decir que, al menos, el principio del camino está marcado para que cada vez exista menos ese novio que humilla, controla, somete, insulta, ningunea, invisibiliza y agrede a su novia. Marcado también para que esas novias tengan los instrumentos necesarios para atisbar el primer indicio y decir no sin miedo —para denunciar sin miedo, para vivir sin miedo, para no tener miedo a las represalias ni a la ausencia de los hijos—; para enseñar a los que van llegando que el amor no son celos, ni sacrificio, ni posesión, ni sometimiento; que las relaciones, como nos las han contado durante las últimas décadas, son una mentira que no hay que perpetuar. Y marcado para que más temprano que tarde, nos demos cuenta: de los micromachismos, de la violencia a veces casi invisible, de las formas sutiles tanto como de las explícitas, de los techos de cristal, de la brecha salarial, del espacio secundario que todavía ocupamos las mujeres en todos los ámbitos, del tiempo que dedicamos al cuidado del resto de personas que no somos nosotras...
Darse cuenta es esa acción maravillosa que implica la comprensión de lo que sucede y, cuando eso ocurre, hay mucha pelea ganada. Queda tanta todavía que hace falta acelerar el paso: el día contra la violencia de género cumple 36 años este 25 de noviembre, la violencia contra las mujeres existe desde el comienzo de la historia de la humanidad. Vamos con mucho retraso en la lucha contra el abuso más universal, adaptativo e impune del mundo. En España, desde 2001 (momento en el que EL PAÍS inició el recuento), han sido asesinadas 1.014 mujeres. 45 este 2017, según los datos del Ministerio de Sanidad. Parece claro que sí, que como poco, es momento ya de que todos nos demos cuenta.
'Atrapadas'
Atrapadas, del amor romántico al feminicidio es el nombre de la performance que la Asociación de Mujeres de Guatemala puso en marcha el pasado viernes 24 de noviembre en el centro de Madrid para denunciar que el amor romántico daña gravemente la autonomía de las mujeres y en muchas ocasiones es la antesala del feminicidio.
“Las mujeres, en todo el mundo, viven atrapadas por mandatos que les imponen el ‘ser para otros’. Se trata de reglas que, aunque están descomponiéndose en algunos lugares del planeta, no terminan de romperse por completo. Son instituciones sociales diseñadas para el mantenimiento de la dominación patriarcal, a base de la subordinación de las mujeres”, explica la AMG. Un tipo de relación que se ha convertido en categoría cultural y que ha construido el modelo de familia y pareja patriarcal que, hoy, según la asociación, representa "uno de los escenarios de mayor riesgo para la vida de las mujeres".
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