Abusos en la cúspide del poder
Empezaron en la Iglesia, pero los escándalos ahora llegan incluso al Congreso de EE UU
Primero y durante muchos años fueron exclusivos de la Iglesia católica. Hace escasas semanas acaban de estallar en el mundo de Hollywood. Le han seguido los medios de comunicación. Y ahora llega la política, especialmente el Congreso y el Senado de EE UU, sin olvidar la singularidad presidencial, donde alguien que se reivindica como depredador sexual es quien exhibe su desgraciada autoridad en este tipo de comportamientos.
La causa no era el celibato de los clérigos, ni la inmoralidad del mundo del espectáculo. La clave es el poder, y más específicamente el poder masculino que viene permitiendo abusos de todo tipo, también sexuales, allí donde hay estructuras jerarquizadas o ejecutivos sin escrutinio ni controles. Curas y obispos, directores y productores de cine, redactores jefe de periódicos y estrellas televisivas o, como ahora se está viendo, senadores y congresistas, sin olvidar, por supuesto, al propio presidente.
En todos los casos escandalizan los silencios, los obstáculos y dilaciones que sufren las denuncias, fruto de las complicidades sociales con que cuentan los abusadores. El Congreso de Estados Unidos, la institución emblemática de la democracia americana, es todo un pésimo ejemplo de la dificultad que tienen sus funcionarios cuando se trata de combatir los numerosos abusos sexuales que sufren en manos de los representantes de los ciudadanos.
Un 40% de las mujeres funcionarias del Congreso consideran que “el abuso sexual es un problema en el Capitol Hill” y una de cada seis asegura que lo ha sufrido. Una carta de 1.500 funcionarios acaba de denunciar estos hechos, a la vez que señala la dificultad de denunciar ante las trabas burocráticas que sufren los denunciantes: pueden pasar tres meses de procedimientos de conciliación y mediación antes de que se pueda emprender una acción ante la justicia. Lo es también el presidente Trump, no solo por su pésimo ejemplo —al menos diez denuncias de abusos—, sino también porque ha señalado abiertamente su preferencia por la elección de un senador republicano pederasta, como es el caso de Roy Moore, antes que de un senador demócrata opuesto a sus políticas.
Esta oleada de denuncias no dejará de repercutir en el conjunto del planeta. La sociedad estadounidense, tan contradictoria como dinámica, sigue siendo la vanguardia en ideas, comportamientos, controles sociales y también buenas prácticas políticas. Lo que allí sucede más pronto que tarde sucederá en el resto del planeta. No deja de ser una paradoja que la nueva y loable sensibilidad contra los abusos sexuales, especialmente hacia las mujeres en sus puestos de trabajo, haya surgido en un momento de aparente depresión de las ideas feministas, cuando las mujeres del mundo más próspero han olvidado o dado por superadas muchas actitudes reivindicativas.
A la vista de cómo están las cosas, ya no en Pakistán, Marruecos o Arabia Saudí, sino en Estados Unidos y en el mundo occidental en general, el feminismo tiene todavía una larga vida de combate por delante.
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