Renuncia
Durante años no hubo para mí nada más importante que la vida y la obra —y la muerte— de ese hombre
21 de octubre, Turín. Abrí el plano, busqué la dirección. Calculé unas veinte cuadras de distancia. La ciudad estaba envuelta en una luz puritana, de lentitud enferma. Caminé por calles vacías repitiendo el verso que había leído por primera vez a los 20: “Scenderemo nel gorgo muti”. Nunca había hecho una cosa así: peregrinar. Había una luz espectral, el sol como un ojo ciego, blando. Llegué a una avenida tumultuosa. En la piazza Carlo Felice doblé a la izquierda. No hizo falta que buscara el número —60— porque vi el cartel de neón, las letras rojas como lencería barata: hotel Roma. Me acerqué a la entrada. Las puertas se abrieron con un sonido gaseoso, desaprensivo. Hacía mucho que quería estar allí —la vida entera— para ver las últimas cosas que vio Cesare Pavese antes de suicidarse el 27 de agosto de 1950 en el cuarto 346. El 18 de agosto escribió en su diario: “Basta de palabras. Un gesto. No escribiré más”, pero pasó aún nueve días deambulando por esta ciudad de nieblas hasta que vino al hotel Roma y tomó una sobredosis de somníferos. Durante años no hubo para mí nada más importante que la vida y la obra —y la muerte— de ese hombre. Y ahora, al otro lado de esas puertas, estaba el sitio de la crucifixión: las paredes que él había mirado antes de morir. Bastaba entrar, pedir, quizás pagar. Entonces el recepcionista alzó la vista y me miró. Yo miré la plaza, la estación de trenes, la luz tumefacta. Me dije: “Estas cosas vio: todas estas cosas”. Retrocedí. Las puertas se cerraron con el mismo sonido indiferente a mis espaldas. Caminé hacia la esquina. Al llegar a un puesto llamado Viva la vida, donde vendían camisetas estampadas con rostros de mujer, me di la vuelta y miré por última vez el cartel titilante como un ala arrancada. Mentiría si dijera que no tenía ganas de llorar. Mentiría si dijera que lloraba. Así es como se renuncia. Sin dar explicaciones. Sin pedirlas.
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