Franco ha muerto
Ningún ataque de retórica guerracivilista justifica atribuir a España comportamientos fascistas
Elio Di Rupo, Pablo Iglesias, Carles Puigdemont o cualquiera de los que se atreven estos días a atribuir a España una política franquista, fascista o autoritaria podrían aclararse recurriendo a cualquier ejercicio razonable y objetivo de memoria, a cualquier hispanista o manual de historia reciente o, simplemente, al mismísimo Le Canard Enchainé, que en un reciente número ridiculizó las acusaciones del expresident catalán relatando cómo, “pese a todo, consiguió escapar de las milicias necesariamente fascistas que recorren Cataluña y alcanzar Bélgica. Un desafío asombroso”. Gracioso, pero esta confusión requiere algo más que humor.
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Las acusaciones de franquismo a España o a su Gobierno no son solo extemporáneas, absurdas y llamativas. Es sobre todo insultante, ofensivo e intolerable que un exprimer ministro belga como Elio di Rupo, socialista francófono al frente del Gobierno belga de 2011 a 2014, haya acusado a Rajoy de actuar como un “franquista autoritario”, algo que equivaldría a acusar a Angela Merkel de “nazi totalitaria” por alguna decisión de la justicia alemana de la que pueda discrepar el señor Di Rupo. Un periódico británico editorializa sobre los “presos políticos” de Rajoy. Y en una emisora de radio se pregunta a sus lectores si España está actuando “como un Estado fascista”. ¿Preguntarían lo mismo sobre Alemania, o un extraño paternalismo hacia España, sumado a la mística guerracivilista tan trabajada literaria y periodísticamente, sigue recorriendo de forma facilona la prensa británica en medio de su propia confusión ante el Brexit y el populismo euroescéptico?
Los ataques al prestigio de la democracia española desde fuera son, sin duda, material que el Gobierno debe vigilar y combatir con inteligencia, pero el verdadero problema es seguramente que se han hecho posibles por la facilidad con la que se realizan y repiten en nuestro propio país. Pablo Iglesias, Irene Montero, Pablo Echenique y muchos otros han sintonizado con el rabioso discurso de Puigdemont sobre el supuesto franquismo español en un mímesis inquietante, más aún porque conocidos nombres izquierdistas como Paco Frutos o Alberto Garzón —por no hablar de los historiadores profesionales y el sentido común— se desmarcan de cualquier similitud entre los presos políticos de la dictadura y los actuales investigados por rebelión, sedición y malversación a cargo de los tribunales. La propia Amnistía Internacional, una organización decana en su lucha por los perseguidos y nada sospechosa de contemporizar con el poder, ha negado la consideración de presos de conciencia a los miembros del Govern, la mesa del Parlament y las organizaciones civiles. E hispanistas como Henry Kamen han aclarado que si alguien está actuando al estilo franquista es el frente separatista al falsear los datos históricos para construir su relato.
España es una democracia madura que ha sabido dar lecciones de tolerancia en materia sexual, religiosa e ideológica. Que ha acogido sin traumas ni brotes racistas a millones de inmigrantes. Que ha escalado en índices de calidad democrática al puesto 17 de todo el mundo en el índice de The Economist, por ejemplo, solo por debajo de Reino Unido y por encima de Estados Unidos, Italia, Francia o la propia Bélgica. Padece problemas que urge abordar como la corrupción, la precariedad laboral y la renovación de la Constitución que —entre otras cuestiones— permita abordar y solucionar el problema catalán. Pero ningún ataque de retórica vacía y guerracivilista como el que parecen sufrir los populistas, los independentistas y cierta prensa anglosajona puede justificar las alegaciones sobre la supervivencia del franquismo. Estamos en 2017 pero, si es preciso, lo recordaremos: españoles (¡y europeos!), Franco ha muerto.
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