Un raro estado de ánimo
Durante un tiempo empleé las canciones de Rickie Lee Jones como respuesta en mi contestador automático. Era mi #moodoftheday prerredes sociales. Un disco como Pirates concentraba todos mis estados de ánimo. No era el único, para los momentos malos también echaba mano de una versión acústica de Coolsville incluida en Naked songs y para los buenos me parecía perfecta Chuckie’s in love, la famosa canción que Jones dedicó a su amigo Chuck E. Weiss y que dice “Chuck está enamorado de la pequeña que canta esta canción”. Mi contestador era tan poco sutil como todo lo demás cuando uno al fin empieza a independizarse.
La cosa no acaba en Rickie; tengo una larga lista de canciones interpretadas por mujeres sin las que sería incapaz de entenderme o explicarme. En mi Spotify guardo muchas bajo el inequívoco epígrafe CHICAS. La última en incorporarse al club viene en el disco Wayfaring strangers: ladies from the canyon (2006), antología de cantantes de folk reunida por el exquisito sello de reediciones de Chicago The Numero Group. El volumen resucita un puñado de artistas que aspiraban a ser Joni Mitchell o, al menos, Michelle Phillips y que surgieron en torno a cierta idea de California en los sesenta y setenta. Trece artesanas sin suerte, dice la nota del disco, “heroínas que cantaron por debajo de la estructura del negocio musical, actuando en ruidosos cafés o en silenciosas iglesias campestres”.
"Con los años se vence la tentación de exhibir los estados de ánimo. Los de verdad, me refiero"
La última canción de la cara A se llama Wildman y la interpreta Ginny Reilly. Está extraída de At last, el primer disco del dúo Reilly & Maloney, editado en 1976 por Freckel Records. El tema, enterrado durante décadas, ni siquiera aparece en sus grandes éxitos.
La historia es digna de la mejor música rara. La pareja solía actuar en un asador de Lake Tahoe (Nevada) propiedad de un empresario de Seattle que acabó contratando al dúo para sus otros locales del noreste de Estados Unidos. Cuando se casó, Reilly se trasladó a Seattle. Durante años, allí pudieron vivir de su música, incluso alcanzaron el estatus de estrellas locales. Maloney iba y venía desde su casa en San Anselmo, California. Algunas compañías intentaron tentarles con un lavado de cara más comercial, básicamente debían cambiar de nombre y de aspecto. Les sugirieron llamarse Buttermilk y que ella vistiera con minifalda y botas. Pero Reilly & Maloney resistieron la tentación del mercado siguiendo su camino de minorías.
En apenas seis minutos Wildman cuenta la historia de un hombre obstinado que se enamora de una mujer maltratada. Ella, incapaz de amar, le rechaza constantemente. Pero él, un loco, dice ella, no teme su corazón bloqueado. A cambio le ofrece una caja de música, un escenario plagado de flores. “Bella mujer”, responde la dulce voz de Reilly, “no lo dejes escapar, esto es magia, y quién sabe si la encontraremos de nuevo”. Pero la mujer no cambia, no puede, tiene miedo.
Es una pena que los contestadores automáticos pasaran a mejor vida, aunque quizá ya haya pasado el tiempo de responder a nadie con canciones. Con los años se vence la tentación de exhibir los estados de ánimo. Los de verdad, me refiero. No es que hayan dejado de ser cambiantes, es que todo parece más fácil bajo el #moodoftheday de turno. Pero si hoy tuviese que elegir un estado de ánimo me quedaría con el Wildman, de Ginny Reilly, al menos hasta que llegue la próxima mujer, desde Laurel Canyon o desde donde sea.
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