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Oriente Próximo, la nueva meca del arte

El edificio que albergará el nuevo museo Louvre de Abu Dabi, del arquitecto Jean Nouvel.
Álex Vicente

LA ARENA flota en el viento y se mete entre los dientes. No hay nada alrededor. Solo un puñado de hoteles de lujo pegados a la primera línea de mar, rodeados de barrios residenciales todavía en construcción que prometen, en estridentes vallas publicitarias, una vida idílica a sus inquilinos potenciales. Una larga cola de taxis aguarda junto al campus de la faraónica sucursal emiratí de la New York University, semivacía por las vacaciones de los estudiantes. Solo algunos turistas adinerados dejan pasar la tarde jugando al golf en un campo teñido de un verde incongruente respecto a la aridez del paisaje. El nuevo Louvre de Abu Dabi emerge al fondo de esta panorámica como un espejismo. Este es el lugar escogido para erigir esta medina flotante sobre el agua y bajo el sol asfixiante del desierto, protegida por una cúpula plateada y traslúcida, que impregnará las salas del museo —obra de todo un starquitecto como Jean Nouvel— de una luz constante y poderosa.

Art Dubai, feria internacional de arte celebrada en esa ciudad el pasado marzo en el hotel Madinat Jumeirah.

De momento, el edificio debe observarse a distancia. Para descubrir su interior habrá que esperar hasta el 11 de noviembre, cuando la pinacoteca abrirá sus puertas en este rincón de la isla de Saadiyat (felicidad, en árabe). Este futuro distrito cultural, unido por un nuevo puente al centro de la capital de Emiratos Árabes Unidos, fue creado con la misión de acoger a cinco museos de primer nivel. Entre ellos, un nuevo Guggenheim a cargo de Frank Gehry, un museo nacional firmado por Norman Foster y otros dos centros proyectados por el japonés Tadao Ando y la angloiraquí Zaha Hadid, hoy fallecida. Diez años después de haber sido anunciados a bombo y platillo, no se ha levantado una sola piedra para convertirlos en realidad, a causa de la relativa ralentización de la economía local. El nuevo Louvre reinará solo, de momento, en este paisaje.

El Louvre de Abu Dabi tendrá una colección permanente con 600 obras propias de autores como Leonardo da Vinci, Manet, Gauguin, Calder, Magritte o Klee.

La creación del museo es solo la punta de lanza de una estrategia global de inversión en la educación y la cultura, aprobada a mediados de la década pasada por las autoridades del emirato. Abu Dabi —que junto a Dubái, Achman, Fuyaira, Ras al Jaima, Sharjah y Umm al Qaiwain conforman Emiratos Árabes Unidos (EAU)— es responsable de la producción del 9% del petróleo mundial, lo que le asegura la mitad de su producto interior bruto. Posee también más del 90% del petróleo y del gas del país. Pero sabe que sus reservas fósiles no son ilimitadas y que el futuro pasa necesariamente por otro tipo de inversiones. “Tal vez en 50 años terminemos el último barril de petróleo. Si ahora invertimos en los sectores adecuados, celebraremos ese momento”, expresó el príncipe heredero, Mohamed bin Zayed al Nahyan, en 2015. Siguiendo el modelo de Dubái, menos favorecida por los recursos naturales, Abu Dabi ha decidido diversificar sus fuentes de ingresos. De entrada, metiéndose en el mapa del turismo cultural. Después de la inauguración del nuevo Louvre, el aeropuerto de Abu Dabi espera recibir a 45 millones de pasajeros cada año. En 2016 fueron 24,5 millones (en comparación, Barajas acogió a 50 millones y El Prat a 45, según cifras de Airports Council International).

Art Dubai, feria internacional de arte celebrada en esa ciudad el pasado marzo en el hotel Madinat Jumeirah.

Pese a todo, no hay que ver en el proyecto solo una apuesta económica. Sus impulsores se han esforzado en recubrirlo también de una pátina política. En la presentación del museo en el Louvre parisiense, a finales de septiembre, el director del Departamento de Cultura y Turismo de Abu Dabi, Mohamed Khalifa al Mubarak, pronunció estas palabras: “Cuando la gente entre al nuevo Louvre escuchará mensajes de aceptación, tolerancia y conectividad, que necesitamos en el mundo de hoy y que lo convertirán en un lugar mejor”. La pregunta es si un simple museo puede aspirar a tan elevada misión. “Será el primer museo universal del mundo árabe y del siglo XXI”, responde su director, el francés ­Manuel Rabaté. “Presentaremos las obras de forma original, para mostrar las similitudes entre las distintas civilizaciones. Deseamos que cada visitante pueda hallar su propia cultura y, a la vez, entender las de los demás”.

Para conseguirlo, el Louvre de Abu Dabi contará con fondos cuantiosos. Su colección permanente, constituida durante los últimos 10 años, estará formada por 600 obras propias de autores del nivel de Da Vinci, Manet, Gauguin, Calder, Magritte o Klee. Su exposición inaugural destapará 300 de esas obras, sumadas a otras 300 que ha prestado un consorcio formado por una docena de museos franceses, entre ellos, además del Louvre, el Centro Pompidou, el Museo de Orsay, el Grand Palais, el Museo Rodin o el Museo del Quai Branly. Todas estas instituciones participarán en la organización de cuatro muestras temporales al año, lo que se supone que garantizará un suministro permanente de obras maestras y una dirección científica alineada con los niveles de rigor y calidad que imperan en la capital francesa.

Fady Mohammed Jameel, empresario y presidente de la fundación Art Jameel, que inaugurará en 2018 un museo de 10.000 metros cuadrados en Dubái con su colección privada. En la segunda foto, Hessa, guía turística del Museo Etihad en Dubái, entre los retratos de los siete fundadores de Emiratos Árabes Unidos. El centro, que abrió sus puertas el pasado enero, recrea la historia del país.

La gestación de este museo —que no será una sucursal del Louvre parisiense, sino un centro autónomo— no ha estado exenta de polémica. Cuando el proyecto fue anunciado, a finales de 2006, saltaron todas las alarmas. En Francia se acusó al Estado de crear “una Las Vegas del desierto” que suponía “una deriva terrible en términos de ética”, según un documento firmado por 5.000 personalidades del mundo del arte. En tiempos de liquidez menguante, la oferta era demasiado lucrativa para ser rechazada. El Louvre cedía su marca durante las próximas tres décadas a cambio de 400 millones de euros. A esa cifra hay que sumar 190 millones más por el préstamo de obras pertenecientes a las colecciones públicas, además de otros 195 millones por la organización de exposiciones temporales durante los próximos 15 años. Una suma estratosférica, a la que también cabe añadir el coste del edificio: 580 millones por los 85.000 metros cuadrados que ha proyectado Nouvel.

Para el proyectista francés, resultaba fundamental adaptar el edificio al lugar de acogida. “Soy un arquitecto de contextos”, explica. “No quería que fuera un museo internacional que aterrizara allí como un platillo volante. El museo tiene que pertenecerles a ellos y ser un símbolo de su civilización”. El arquitecto no ve en su museo un simple instrumento de legitimación diplomática, ni tampoco un imán oportunista para seducir al visitante occidental. “Este museo se hace, en primer lugar, para los emiratíes”, afirma. “A lo largo de toda la historia, las ciudades política y económicamente poderosas siempre se han dotado de museos. Es normal que se equipen”.

Solo dos dudas empañan el brillante porvenir que pronostican todos sus responsables. La primera es si este ambicioso proyecto logrará encontrar un público a la altura de la inversión. La segunda, si las especificidades culturales y religiosas de Emiratos serán un problema para exponer ciertos tipos de obras. Por ejemplo, aquellas que muestran desnudos. Fuentes del museo aseguran que el país de acogida —una monarquía constitucional con reflejos autocráticos, donde la libertad de expresión sigue estando controlada y limitada— no ha vetado, hasta el momento, ninguna obra. “Por su historia y situación geográfica, Abu Dabi ha sido desde siempre un lugar de intercambio entre civilizaciones. La apertura y el respeto a la diferencia se encuentran en el corazón de la cultura emiratí”, asegura Rabaté.

Sede del Museo Etihad. El edificio se inspira en la forma de un manuscrito, con siete columnas que simbolizan las plumas utilizadas para firmar el acuerdo de los siete emiratos que se unieron para formar el Estado actual.

La capital de Emiratos podrá enorgullecerse de contar con las grandes instituciones, pero el mercado del arte seguirá estando localizado unos 150 kilómetros al norte de este país con forma de bumerán. Dubái, la hermana cosmopolita y ruidosa de la solemne Abu Dabi, lleva años convertida en principal hub del arte contemporáneo en el golfo Pérsico. “Existe una competición entre emiratos, pero es positiva. Esa pugna te obliga a ser mejor”, explica el artista Khalil Abdulwahid, quien se formó con el padre fundador del arte contemporáneo emiratí, Hassan Sharif, y ahora dirige la división de artes visuales en la Autoridad de Arte y Cultura de Dubái (el equivalente a un ministerio). “En el fondo, todos compartimos una cultura y una lengua. Somos una familia”.

Dubái cuenta con cerca de 50. 000 metros cuadrados de espacios expositivos y con un clima inmejorable para este tipo de transacciones.

En esta megalópolis, cenefa interminable de autopistas y rascacielos, se crearon en los noventa las primeras galerías del país. Hoy cuenta con cerca de 50.000 metros cuadrados de espacios expositivos y un clima inmejorable para este tipo de transacciones. En su territorio conviven 180 nacionalidades distintas. Solo entre el 10% y el 15% de la población local cuenta con la nacionalidad emiratí. El resto son extranjeros llegados de todos los puntos del planeta, que acuden a Emiratos en busca de un trabajo mejor pagado en sectores profesionales que en Occidente parecen estancados, como confiesan 9 de cada 10 (casi siempre en inglés, lingua franca de este antiguo protectorado británico). Los oficios creativos son uno de ellos. En esta ciudad, el arte se ha convertido en sinónimo de modernidad y aperturismo, en el símbolo de un mañana mejor. No es casualidad que últimamente brote por todas sus esquinas. Por ejemplo, en City Walk, un nuevo barrio comercial que promociona la idea de caminar como culmen de la modernidad —en una urbe dependiente del coche hasta límites enfermizos—, los muros están decorados por cotizadísimas estrellas del street art, como el francés Blek le Rat o el portugués Vhils. A la vez, los coleccionistas nacen, crecen y se reproducen. Según datos de la casa de subastas Sotheby’s, que abrió oficina en Dubái en marzo de 2017, la participación en sus ventas de clientes procedentes de Oriente Próximo habría aumentado un 76% en los últimos cinco años. En el caso específico de los emiratíes, el porcentaje superaría el 150%. Una reciente subasta organizada por su principal rival, Christie’s, que abrió su delegación en la ciudad en 2006, superó los 8 millones de dólares e instauró un récord mundial para 18 de los artistas participantes, todos ellos originarios de esta boyante zona geográfica.

La coleccionista estadounidense de origen palestino Dana Farouki, en la feria de arte internacional Art Dubai, celebrada el pasado marzo en la ciudad.

“Ha surgido una nueva generación de compradores que aspiran a identificarse, en términos de herencia cultural, con la obra que desean adquirir. Quieren volver a conectar con sus raíces”, apunta Myrna Ayad, libanesa de 40 años y nueva directora de Art Dubai, feria de arte fundada hace una década en el emirato y convertida en punto de referencia. A la edición de la pasada primavera acudieron un centenar de galerías de 43 países distintos y más de 28.000 visitantes en solo cinco días. Entre ellos, representantes de las mayores instituciones del mundo, como la Tate de Londres, el Centro Pompidou de París y el MOMA neoyorquino. “Antes, las capitales culturales en el mundo árabe eran Beirut, El Cairo o Bagdad. Por motivos políticos y económicos, las miradas se dirigen ahora hacia el golfo Pérsico”, añade Ayad, apuntando a nuevos centros neurálgicos como Dubái o Abu Dabi, pero también a Doha o incluso a Yeda, segunda ciudad de Arabia Saudí.

Art Dubai tiene lugar en Madinat Jumeirah, descomunal hotel que se extiende a lo largo de 40 hectáreas, formadas por una sucesión de edificios y jardines intercalados por canales artificiales. Desde las plantas altas se distingue la silueta de la vecina Palm Jumeirah, una de las tres islas en forma de palmera que delimitan el frente marítimo. Por sus pasillos circulan hombres vestidos con el dishdash, túnica blanca hasta los tobillos, y mujeres envueltas en ceremoniosos hiyabs junto a otras que lucen vertiginosos escotes. Un concurrido pasillo escupe imágenes pop que lo convierten en el fondo perfecto para un selfie. Algo más allá, en una de las zonas de descanso, hay un grupo de coleccionistas españoles. “Venimos a tomar el pulso. Nos marchamos con unos cuantos nombres apuntados. Artistas libios, sirios, iraníes o iraquíes que no siempre nos llegan. De vez en cuando se descubren cosas extraordinarias”, explica una conocida empresaria y mecenas catalana, que prefiere no ser citada.

Vestido con polo negro, el arquitecto Rem Koolhaas, proyectista de Concrete, un nuevo espacio expositivo en Dubái. A su izquierda, el arquitecto y socio de su estudio Iyad Alsaka, y la lituana Vilma Jurkute, directora de Alserkal Avenue, antigua zona industrial que concentra a las principales galerías de la ciudad desde su refundación como distrito artístico. A su derecha, el mecenas y empresario Abdelmonem bin Eisa Alserkal

El perímetro de esta feria es también un espacio de convivencia infrecuente en el fragmentado mundo musulmán. Art Dubai no entiende de cismas entre suníes y chiíes. Una galería saudí tiene de vecina a otra iraní, pese a la legendaria rivalidad de sus respectivas naciones. También los artistas de origen árabe se benefician de un espacio más receptivo a sus propuestas que en otras ferias. Por ejemplo, una artista tunecina como Nicène Kossentini, que expone sus dibujos inspirados por un tratado sobre el amor del siglo XI, convive con el maestro iraquí Dia Azzawi y sus óleos coloristas. En uno de los cruces aparece Dana Farouki, una de las coleccionistas que han apoyado la feria desde su creación. Nacida hace 37 años en Washington, esta hija de palestinos formó parte del equipo que adquirió la colección del futuro Guggenheim de Abu Dabi. Ahora está asentada en Dubái y es un miembro destacado de la escena artística de la ciudad. “Quiero apoyar a los artistas de países y culturas con los que me sienta identificada”, asegura.

“Sabemos qué líneas podemos superar y cuáles no”, explica una artista dubaití. “Pero no lo llamaría autocensura. Es otra forma de encontrar el camino”.

Pese a todo, la misma pregunta vuelve a aparecer. ¿Puede una sociedad que no acepta la disidencia abrazar la libertad absoluta a la que siempre aspira el arte? La respuesta es sí, siempre que se evite la explicitud. “El arte es un lugar de protesta silenciosa. Los artistas de Oriente Próximo han desarrollado una poesía y una inteligencia brutal para plantear sus denuncias. Ese vocabulario ha creado una escena muy especial”, explica el madrileño Pablo del Val, fichado por Dubái en 2015 como número dos tras haber dirigido la feria Zona MACO en México. En la edición de 2012, las autoridades de Dubái ordenaron retirar cuatro obras de la feria justo antes de una visita de la familia que preside el emirato. Una de ellas estaba inspirada en la conocida imagen de un grupo de soldados egipcios agrediendo a una mujer en la plaza de Tahrir. En la última edición, sin embargo, sí se vio alguna pieza incómoda, como los fusiles Kaláshnikov cubiertos de flores de la palestina Laila Shawa o distintas esculturas de cuerpos masculinos semidesnudos y maniatados a cargo del iraní Reza Aramesh.

Art Dubai, feria celebrada en marzo en el complejo hotelero Madinat Jumeirah.

Para hacer evolucionar las mentalidades, la propia feria promueve un programa de conferencias, llamado Global Art Talks, que no rehúye las cuestiones delicadas. “La censura existe en todas partes. Todo depende de dónde dibujes la frontera. Lo que hace el arte es permitir que ciertas cosas superen esa frontera sin ser detectadas por el radar de las autoridades políticas”, afirma su coordinador, Shumon Basar, prestigioso historiador del arte británico de origen bangladesí. “Las cosas han cambiado mucho en los últimos 10 años. El poder ha entendido que, si quiere competir con las grandes ciudades, también necesita abrirse a la cultura, al arte, a las ideas. Tal vez su impulso inicial solo fuera ser percibidos como inteligentes, pero el resultado ha sido muy distinto”.

Ese empuje no muestra síntomas de agotamiento. En 2018 se inaugurará un nuevo museo de 10.000 metros cuadrados que acogerá la colección de la fundación privada Art Jameel. Mientras, en Alserkal Avenue, antigua zona industrial que concentra a las principales galerías desde su refundación como distrito artístico en 2007, el arquitecto Rem Koolhaas inauguró en marzo su primer edificio en el golfo Pérsico: Concrete, cubículo de hormigón y cristal pensado para albergar exposiciones, conciertos y desfiles de moda. “Dubái es un lugar donde uno se replantea todas sus ideas preconcebidas”, explica Koolhaas. “Como arquitecto, es importante estar expuesto a fuerzas diferentes a las habituales. En lo económico, claro, pero también en cuanto a sensibilidad: aquí es más discreta y delicada, más colectiva y menos agresiva”. OMA, el estudio de Koolhaas, abrió oficina en Dubái en 2015, poco después de hacerlo en Qatar, donde también ultima la nueva Biblioteca Nacional de ese país, el de mayor renta per capita en todo el planeta.

Obras expuestas en la Sharjah Art Foundation durante la bienal celebrada en el emirato de Sharjah el pasado marzo.

El propietario del edificio es Abdelmonem bin Eisa Alserkal, uno de los principales mecenas del país, surgido de una familia de industriales que comercializó los primeros coches y creó los primeros bancos de Dubái. “Este es el momento en que debemos preguntarnos cuál queremos que sea nuestra relevancia en la próxima década. El progreso natural de cualquier ciudad apunta hacia el arte”, explica. “Nos da una gran satisfacción ofrecer una plataforma para que los artistas puedan expresarse y escribir la historia de la región”. ¿Incluso cuando ese arte es crítico? “Sí, incluso en ese caso”, responde con una risa nerviosa. En un almacén pegado al edificio principal, el artista Ammar al Attar, de 35 años, expone sus fotografías de cines dubaitíes abandonados: una invectiva sutil a la acelerada transformación de esta urbe.

En el emirato vecino de Sharjah, un grupo de señoras vestidas con el niqab pasa por delante de una obra textil del artista libanés Joe Namy, compuesta por tejidos tradicionales. Solo se detiene una de ellas, que la observa desde la rendija que le deja su atuendo. La obra es una de las instalaciones de la bienal de Sharjah, que se celebra desde 1993. Se trata de un acontecimiento pionero que ha cambiado la forma de ver el arte en este emirato de reputación conservadora, donde el alcohol está prohibido. En las salas de exposición, artistas del mundo árabe reflexionan sobre sus culturas de manera más crítica de lo que a priori aparentan. Por ejemplo, la dubaití Hind Mezaina presenta una serie de cianotipos de hojas de plantas y árboles de la ciudad, testimonio de una naturaleza que se extingue entre los rascacielos y centros comerciales. “El arte no tiene por qué vociferar”, explica. “Somos de esta región del mundo y sabemos qué líneas podemos cruzar y cuáles no. Cuando preparas una obra sabes que, si dices algo ofensivo, tendrá unas consecuencias. Serás multado y arrestado. Pero no lo llamaría autocensura, porque no es un proceso deliberado. Es otra forma de encontrar el camino”.

Obra textil del artista libanés Joe Namy expuesta en la última bienal de arte de Sharjah, el pasado marzo.

En el vestíbulo del hotel Mina A’Salam, el crítico de arte Hammad Nasar, comisario del pabellón de Emiratos en la última Bienal de Venecia, ofrece su punto de vista. “En el taichí existe el tui shou, la práctica marcial de las manos que empujan. Se trata de absorber la energía del otro, bloquearla y hacer que se agote. Los artistas jóvenes de este país son maestros en ese arte. Son respetuosos, pero críticos. Y eso es, a mi entender, mucho más interesante que la literalidad y los eslóganes”, afirma. Nasar mandó a Venecia a cinco artistas que residen en el país. Dos de ellos ni siquiera habían nacido en Emiratos. “Creí que sería polémico, pero nadie protestó. Me quedé casi decepcionado”, sonríe. “Los emiratíes están hartos de los estereotipos. Se suele decir que este es un lugar de dinero, ostentación y petróleo. Sienten la necesidad de decir que son mucho más que eso”, concluye. El primer capítulo de ese nuevo relato empieza en noviembre. Su final sigue envuelto en una niebla misteriosa. Pero así sucede siempre, después de todo, con las mejores historias.

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Sobre la firma

Álex Vicente
Es periodista cultural. Forma parte del equipo de Babelia desde 2020.

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