Cuesta abajo sin corbata
El autor logra encontrar algo en común entre un presidente y una ‘drag queen’, pero no consigue verle futuro inmediato a esa maltrecha institución que es la corbata
Las corbatas han desaparecido de los desfiles de hombre últimamente, así que seguro que vuelven dentro de poco: Demna Gvasalia, Wales Bonner, Gosha Rubchinskiy y Martine Rose, cuatro diseñadores jóvenes, ya han empezado a verles la gracia. Es difícil hablar de tiempos con lo rápido que va todo ahora (Instagram, ya saben), pero apuntemos el revival oficial para dentro de un par de inviernos. Hoy por hoy, sin embargo, las corbatas representan todo lo que no funciona en el mundo. Son casta, burocracia, plutocracia, paternalismo, decadencia. No había más que ver a un despeluchado Martin Schulz, el pobre líder de los socialistas alemanes, enfrentarse a su escaso 20% en las últimas elecciones con la corbata más olvidable del mundo, atada con un aburrido nudo windsor: un triángulo perfecto, sin tensión, como un cojincito bajo el cuello de la camisa.
Balzac igual se pasaba al decir que la corbata es el hombre, pero desde luego está un poco cerca del alma. La corbata anodina, por ejemplo, es patrimonio del establishment político, o de quienes quieren parecer parte de él. Las lleva Jörg Meuthen, uno de los líderes de Alternativa para Alemania, el partido ultraderechista que se ha hecho con el 13% del electorado y cuyo éxito se debe tanto a la coyuntura como a la cosmética. Su compañero Alexander Gauland, sin embargo, cumple más con su papel de político alternativo: como una versión campestre de Nigel Farage, el colorido líder del partido británico UKIP, Gauland viste como uno pensaría que visten los patriarcas de la baja aristocracia rural cuando van a la ciudad. Tweed, verde caza, gafas de leer y… corbatas de perritos. Por alguna razón la corbata desafiante forma parte del look ultra. Miren a Jörg Haider, Pim Fortuyn, Geert Wilders, Donald Trump o al mismo Farage: ruidosos hombres con ruidosas corbatas (lo cual tiene gracia porque sus compañeras de partido suelen vestir con camisas entalladas, neutrales y discretas, como las azafatas). La única esperanza política es Emmanuel Macron, cuyas corbatas oscuras a juego con su traje oscuro, ni anchas ni estrechas, con nudo pequeño y bien atado, son perfectas.
La primera vez que escribí esta columna hablé sobre Trump y sus espantosas corbatas de seda brillante, y en otra ocasión, hace poco, sobre cómo usaba cinta adhesiva para pegar la parte estrecha al dorso de la parte ancha para que no se viera. Resulta que el otro día, viendo RuPaul’s drag race, aprendí que las drag queens hacen algo parecido para ocultar sus partes pudendas y que no se vea paquete en la entrepierna, lo llaman encolarse. Ya se sabe: los extremos se tocan, y más si es en nombre del espectáculo.
En la vida real, los mundos que llevan corbata y los mundos que no la llevan tienen mucho menos en común. El pasado septiembre, en la brillante apoteosis de lentejuelas para hombre que fue el desfile de Palomo Spain en Madrid, algunos invitados miraban a otros con suspicacia. El público de la moda contra los “hombres con traje y corbata”, infiltrados representantes del yugo patriarcal, eternos sospechosos de no comprender ni compartir aquel momento de comunión. Todo esto suena tremendamente antiguo, pero hay que asumir que casi ninguno de los problemas que tenemos, ni sus corbatas, son particularmente modernos.
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