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Un intruso en el Circo del Sol

El autor de este reportaje, vestido de cosmonauta en el escenario de la gran carpa del Circo del Sol en Bruselas.

SOY UN COSMONAUTA. Mi misión es conquistar el espacio exterior. Llevo botas estampadas con estrellas y una cresta de colores brillantes. Los movimientos de mi cuerpo se inspiran en los grabados de la cultura azteca, que conoció el funcionamiento de los astros siglos antes de que el hombre pise la Luna. Puedo bailar. Incluso puedo volar.

Si usted cree que estoy chiflado, debería ver a la gente a mi alrededor: detrás de mí se sienta un indio americano tocado con un penacho de plumas. Y cinco chinas montan monociclos. A mi derecha, un gitano en patines cuenta chistes verdes. A mi izquierda, un hombre de cristal sin ojos se rasca el codo.

En la sede de la compañía en Montreal.

Es mediodía y estamos en el ensayo general de Tótem, el espectáculo del Circo del Sol que el 10 de noviembre se estrena en Madrid. La etapa previa de la gira es aquí, en Bruselas, y los viernes como hoy ofrecen dos funciones. Todos los presentes están maquillados y caracterizados. Pero antes de empezar, el regidor tiene que hacer un anuncio:

—Hoy se integra a la gira un nuevo artista. Les presento a Santiago. Nos va a acompañar en uno de los bailes. Démosle la bienvenida.

Los 46 artistas —acróbatas, payasos, contorsionistas, músicos— me brindan un aplauso. Frente a nosotros, en el escenario, se proyectan olas de un mar hecho de luz. Ahí afuera, más allá de los límites de esta carpa, Donald Trump amenaza con bombardear Corea, el Gobierno catalán lucha contra España, terremotos y huracanes azotan México y El Caribe. Pero aquí la vida es una fantasía animada, el sueño delirante de payaso acrobático.

Caminando por una reja sobre uno de los estudios del cuartel general, en Montreal (Canadá).

¿Quién soy? ¿En qué me he convertido? ¿Cómo llegué aquí?

Y lo más inquietante: ¿de verdad voy a bailar en un escenario?

Diez días antes/

El cuartel general del Circo del Sol en Montreal mide 75.000 metros cuadrados, toda una ciudadela que agrupa oficinas, residencias, una carpa, tres estudios de ensayo, dos cafeterías, una fábrica de telas, un huerto, un gimnasio, una productora de realidad virtual y mucho más. He venido a comenzar mi entrenamiento. Después de una semana aquí, conociendo a mi personaje, me integraré en el elenco de Tótem.

Es la primera vez que el Circo del Sol permite a un periodista infiltrarse en su sistema para seguir el mismo procedimiento que cualquiera de sus fichajes. Y cuando descubran mi talento escénico, sin duda, será la última.

El escritor practica con la rueda alemana en uno de los estudios de Montreal.

Para registrarme en la base de datos, debo pasar unas pruebas de rutina. Empiezan con un cuestionario de lo más inquietante: “¿Ha sufrido depresiones o alucinaciones?”, “¿Alguien de su familia ha muerto por causas naturales antes de los 50 años?”. A continuación, me realizan una larga serie de pruebas físicas —como pararme en un pie con los ojos cerrados— para evaluar mi equilibrio y el estado de mis articulaciones. Finalmente, me enfrento a un extraño test: reconocer figuras y palabras en la pantalla de un ordenador, como un puzle infantil.

—¿Por qué estoy haciendo esto? —le pregunto a la terapeuta.

—Si te golpeas la cabeza, te volveremos a examinar y compararemos los resultados. Si fallas muchas respuestas más, sabremos que tienes una conmoción cerebral.

Me arrepiento de haber preguntado.

Ocho días antes/

En estos meses, los técnicos preparan la adaptación del espectáculo Corteo al formato arena. Después de la gira mundial en carpas, que solo se detiene en grandes ciudades para temporadas largas, algunos espectáculos son llevados a coliseos de ciudades más pequeñas, donde se quedan una semana. El trasvase exige ajustar la escenografía y los actos, a veces radicalmente, para lo cual se emplea el estudio A, de 1.425 metros cuadrados. Mi reto consiste en subirme a lo más alto de ese estudio, a la parrilla de luces, y caminar por encima para medir mi resistencia a la altura. Es una prueba muy importante, porque un acróbata con acrofobia no tiene mucho futuro. Así que ahí voy.

Ensaya su coreografía de baile en Bruselas.pulsa en la fotoEnsaya su coreografía de baile en Bruselas.

La reja bajo mis pies soporta una tonelada por metro cuadrado. Pero no deja de ser una reja, así que veo perfectamente el suelo, 21 metros más abajo, con sus miniaturas de humanos. Trato de no mirar en esa dirección y consigo una performance digna, sin llorar. Solo que la prueba no acaba aquí. El siguiente paso es mostrar seguridad, léase saltar. Fuerte. Como tratando de romper el suelo. Entonces quiero que me saquen de aquí. Quiero volver a casa. Quiero a mi mamá.

No debería alterarme demasiado. Lo peor está por llegar.

Mi instructora me cuenta que ha oído a algunos artistas llorar su frustración en los baños.

El estudio E es más pequeño que el A. Digamos que solo cabría un avión de vuelos transatlánticos. Ahí, los acróbatas ensayan sus números individuales para incorporarse, como yo, a alguno de los 19 espectáculos del Circo del Sol que viajan por el mundo. A mi llegada, una chica vuela por los aires y luego gira sobre su propio cuello. Otra, en un rincón, asciende por un palo vertical, como una serpiente. Y en el trampolín del rincón, un señor se entretiene humildemente dando triples saltos mortales.

La mayoría de ellos practica con un director acrobático para la parte plástica, uno artístico para dar expresividad al personaje y un técnico que manipula las máquinas. Yo no necesito todo eso. De momento, solo voy a recibir una dosis de muestra.

Mientras le toman medidas de vestuario.

Un entrenador ruso me hace firmar una declaración que exonera al Circo del Sol de toda responsabilidad en caso de que yo muera o sufra lesiones de por vida. Antes de poder reaccionar, estoy sentado en un aro colgado de una cuerda. Y me suben. Hasta lo más alto.

Chillo de pánico. Las personas ahí abajo, cada vez más lejos, me miran con cierto enfado. Aquí hay que respetar la concentración de los artistas. Está ­prohibido hacer fotos, poner música y, por supuesto, gritar.

Al llegar al techo, mi aro detiene el ascenso y comienza a girar en círculos. Montado en ese columpio gigante, sobrevuelo colchonetas, barras gimnásticas, bicicletas estacionarias. Mientras el mundo se balancea en la lejanía, me pregunto si soy la persona adecuada para este trabajo.

Seis días antes/

Voy a hacer una coreografía. Una de Bollywood. Con toques de kárate.

Tótem trata sobre la evolución humana: aparte de piruetas y malabares, incluye rituales de los nativos norteamericanos, o un baile entre el hombre de Neanderthal y un ejecutivo con iPhone. Los cosmonautas representan la última fase: el viaje de la especie humana a otros mundos. Al final del show, todas esas facetas de nuestra historia se reúnen sobre el escenario para un baile con tambores africanos. Ahí entro yo.

El problema es que no he bailado en mi vida. Ni en las fiestas. Soy un castigo danzando. Mis amigos me llaman “el asesino del ritmo”.

Mi profesora de baile no puede creer que exista alguien como yo. En el estudio D, el más pequeño, solo para ensayos artísticos, ponemos un vídeo con la coreografía y ensayamos frente a una pared entera de espejos. Tras una hora de esfuerzos, consigo repetir los movimientos de los brazos. Y los de las piernas. Pero no ambos a la vez.

Al terminar, pregunto:

—¿Qué tal lo he hecho?

—Lo bueno es que eres muy trabajador —sonríe ella con infinita paciencia.

Entre bloques de gomaespuma.

La verdad, yo esperaba más presión. Los artistas del Circo del Sol son reclutados entre los mejores del mundo, a través de una red global de ojeadores en gimnasios olímpicos y teatros, o tras el visionado de los vídeos que ellos mismos envían. Algunos son ­llamados tres o cuatro años después de solicitarlo. ­Entonces, vienen a Montreal y tienen solo unas semanas para interiorizar un papel perfectamente milimetrado en un entorno de perfeccionismo total, y a menudo, en un idioma que desconocen. Mi instructora me cuenta que ha oído a algunos artistas llorar su frustración en los baños. Para tales casos, el cuartel general cuenta con traductores para 30 idiomas, que terminan dando apoyo moral. Si eso no basta, recurre a psicólogos deportivos.

Sin embargo, la atmósfera humana intenta no ser atosigante. La creación aquí es un trabajo grupal, del que es responsable todo el equipo de instructores. Ellos se adaptan a las posibilidades de los artistas. En el caso de mi profesora de baile, sin duda, soy el mayor reto que ha vivido en su carrera.

Tres días antes/

—Bienvenido a Bruselas. Voy a explicarle sus honorarios y retenciones tributarias.

El administrador Mathieu Cazeault me entrega el calendario de pagos de la gira, y un documento de siete páginas sobre impuestos, del cual no entiendo ni el título. Esta es la parte en la que nunca pensamos cuando pensamos en el circo.

Un show como Tótem requiere una maquinaria burocrática del tamaño de un ministerio: trabajadores de 27 nacionalidades. Dos mil quinientas localidades en nueve funciones semanales. Ciento dieciocho empleados sin contar los temporales locales. Setenta y cinco camiones de carga, que se convierten en oficinas, cafetería y depósitos. Ciento cincuenta kilos de proteínas por semana. Y todavía no hablamos del alojamiento y manutención.

Santiago Roncagliolo maquillado antes de salir al escenario en Bruselas.

En Bruselas, me hospedo frente al Parlamento Europeo, en uno de los apartamentos que la compañía arrienda para su personal. Está a 20 minutos en coche de la carpa, pero después de cada función puedo regresar a casa en un autobús especial para el elenco. Si quisiera alquilarme un apartamento de mi elección más cerca del trabajo, recibiría en metálico el 85% del alquiler. El problema es la soledad.

Tengo derecho a vivir con una pareja, pero debo estar casado con ella, o demostrar que llevamos más de 12 meses de convivencia. La compañía no paga amores de estación. En los viejos tiempos, el Circo del Sol también ofrecía un colegio, pero la crisis financiera acabó con ese servicio. Hoy, artistas y técnicos viajan con sus niños pequeños. A los grandes, solo los visitan cada dos o tres meses.

—Mucha gente no entiende que pase tanto tiempo separada de mi hijo —me cuenta la directora artística, Neela Vadivel—. Pero él y yo sí lo entendemos. Eso es lo único que importa.

El más veterano es el mongol Tamir, capitán del equipo de barras rusas, que lleva 23 de sus 42 años en el circo.

Por extraño que parezca, esto es lo más parecido a la estabilidad que muchos de los artistas pueden permitirse. Algunos de ellos, como el patinador Massimo Medini, han crecido en circos. Sus antepasados han vivido en tráileres por cuatro generaciones. La única familia que Massimo conoce es el elenco de cada montaje. Su compañera en la vida es la misma que en escena, Denise García-Sorta.

Los espectáculos del Circo del Sol se mantienen en escena mucho tiempo (Saltimbanco giró durante 20 años entre carpa y arena), así que garantizan trabajo por una buena temporada. Aun así, conforme el tiempo pasa, el cuerpo pide más calma. Incluso si eres artista:

—Antes, esta vida me encantaba —confiesa Virginie Canovas, una acróbata francesa de 35 años—. Pero ahora tengo ganas de volver a casa.

—¿A qué llamas “casa”? —le pregunto.

—De momento, a Las Vegas, donde vive mi novio.

La primera vez que se prueba el traje de cosmonauta para el espectáculo.

El más veterano aquí es el mongol Tamir Erdene­saikhan, que lleva 23 de sus 42 años en el Circo del Sol, desde que abandonó su país. Si fuese contorsionista, estaría retirado. A su edad, el cuerpo ya no responde como antes. Tras su jubilación, los artistas buscan puestos como instructores, técnicos o asesores creativos. Pero Tamir es el capitán del equipo de barras rusas. Sostiene las vigas elásticas sobre las que otros compañeros saltan hasta cinco metros de altura. Su capital principal es la fuerza y la experiencia. Incluso se le permite tener barriga.

Los de las barras rusas van vestidos de cosmonautas. Sus volteretas representan la llegada del hombre a lo más alto del espacio.

Así que soy uno de los suyos. Tamir es mi capitán.

Dos días antes/

Antes de incorporarme a los ensayos de Tótem, debo pasar un nuevo reconocimiento médico. Basado en los resultados de ese examen, se elabora un programa de entrenamiento adecuado. A muchos artistas, a fuerza de patear una pelota o colgar de un aro 200 veces al día, se les desequilibra el cuerpo: tienen un bíceps más desarrollado que otro, o una pierna más fuerte. Si no lo toman en cuenta, y se ejercitan pensando solo en verse guapos sobre el escenario, pueden lesionarse.

Por suerte, yo no corro ese riesgo. No voy a saltar sobre la barra rusa. Sólo voy a bailar un minuto y medio. Sin embargo, para mi nivel, eso ya constituye un reto sideral.

Un espectáculo como este implica una creación colectiva y caótica. La lógica aquí es irrelevante.

—Tienes que poner la mente en blanco —me advierte Tony Chong, el asistente de dirección, en nuestro primer ensayo de la coreografía—. Soltarte. Dejar que tu cuerpo actúe solo.

Si mi cuerpo fuera capaz de eso, me habría abandonado hace mucho tiempo. Yo necesito pensar todo el día. Por eso soy escritor. Sin embargo, a fuerza de horas repitiendo los mismos movimientos una y otra vez, creo haber alcanzado un nivel relativamente decente.

Escena de la coreografía en la que ha participado el autor de este reportaje, durante uno de los ensayos en la gran carpa de Bruselas.

Me equivoco.

Una vez que consigo moverme al compás, resulta que hago un giro para el lado incorrecto. Y que las manos deben estar más abiertas durante otro. Y que en los saltitos de una transición debo moverme ligeramente hacia atrás, con cuidado de no pisar al actor que tendré a mis espaldas. Y que en la transición siguiente debo empezar con el pie izquierdo, no con el derecho. Cuando, con esfuerzo, alcanzo una cumbre, me espera otra más alta detrás.

En el ensayo general seré uno de ellos. Los artistas deslumbran en el escenario mientras yo practico frente a la tele.

La cantidad de detalles del baile me abruma. Pero sobre todo me deprime constatar en el vídeo lo fácil que resulta la coreografía para todos los participantes. Es muy duro ser el peor en algo, día tras día, y tener que seguir adelante con una sonrisa.

Un día antes/

El backstage de Tótem parece una película de Terry Gilliam. Me he instalado en un punto ciego entre lo real y lo irreal. Sentado en una acogedora salita con sofás, asisto a la función en directo por televisión de circuito cerrado. Al terminar su número, los personajes abandonan la pantalla y pasan a mi lado, como dibujos animados cobrando vida.

Un espectáculo como éste implica una creación colectiva y caótica. El director Robert Lepage transmite sus ideas a un ejército de creadores y artistas, que las interpretan a su manera y en equipo. Al payaso ruso Misha Usov, Lepage le dijo:

—El agua ha sido fundamental para la evolución, porque da vida. Así que serás un pescador, que trabaja en el agua. Por lo demás, odio a los payasos. Haz lo que se te ocurra.

Escena de la coreografía en la que ha participado el autor de este reportaje, durante uno de los ensayos en la gran carpa de Bruselas.

La lógica aquí es la ciencia más irrelevante. En la evolución humana según Lepage caben un turista playero italiano y un ejecutivo con teléfono móvil. Hay tribus nativas norteamericanas, aunque no sudamericanas ni africanas. Las malabaristas chinas representan a las estaciones, pero son cinco. Esto no es un libro de teoría. Es un show circense. Y en el backstage, liberada de las luces y la banda sonora, esa locura se plasma con nitidez.

A mis pies, sobre la alfombra, una contorsionista conversa con su hermana en una lengua incomprensible. La mayoría de contorsionistas son mongoles, por la gran tradición de su país. Pero el idioma da igual. Lo raro es que ella tiene la nuca casi metida entre los glúteos. Eso es lo que llama “calentamiento”.

Una china se pone a ensayar su próximo acto ahí mismo, junto a mi sofá. Las chinas son las únicas que no hablan inglés. En su país, los niños con mucho talento y poco dinero postulan a escuelas especiales para malabaristas. Eso limita su educación en otros campos, pero les proporciona una carrera. Las de Tótem lanzan tazones con el pie y los embocan en la cabeza de sus compañeras mientras se balancean en el monociclo. Su entrenador lleva la cuenta de cuántos tazones han dejado caer en cada función. Ayer acertaron todos. Hoy se les caen tres.

Escena de la coreografía en la que ha participado el autor de este reportaje, durante uno de los ensayos en la gran carpa de Bruselas.

Durante el intermedio, baja de su cabina el director musical Alejandro Romero. Es el único español de la banda, pero tiene españolidad para repartir entre todos. Antes del Circo del Sol, trabajó con Los Morancos y Jesús Quintero, con David DeMaría y Manuel Carrasco. Ahora, vaya a donde vaya, lleva consigo una bandera del Betis firmada por los jugadores:

—Cuando vino Johnny Depp a ver el espectáculo, me tomé una foto con él y la bandera. Un periódico andaluz publicó la foto y tituló: “Johnny Depp es del Betis”. Tengo el recorte del periódico en mi camerino.

Antes de salir a escena, algunos artistas practican rituales de concentración: Massimo y Denise, que tienen el número más romántico, se besan y acarician. Los de las barras rusas practican saltos, guardan silencio, se abrazan. No son todos rusos: hay bielorrusos, ucranios y el mongol Tamir, que habla el idioma. Ellos tienen la mayor mística de equipo de este show. Se pasan el día jugando a las cartas juntos. Y su concentración antes de salir es la más concienzuda.

Mañana, en el ensayo general, seré uno de ellos. Salen últimos, y dan pie a la coreografía final. Mientras los artistas deslumbran en el escenario, yo ensayo afanosamente frente a mi televisor.

Al terminar, el público rompe en aplausos. Yo sudo. El asistente de dirección me palmea la espalda y pregunta:

—¿Qué? ¿Estás listo para mañana?

Respondo:

—No.

El día/

A las once de la mañana, tras mi último ensayo individual de baile, estoy en la sala de maquillaje. Aunque la palabra resulta inadecuada. No me estoy maquillando. Estoy construyendo a otra persona.

Mi cosmonauta tiene las facciones más angulosas que yo: los pómulos quieren saltar de su cara. La nariz se desmarca rígidamente de los ojos. Cierto aire de payaso triste atraviesa el amarillo de sus cejas. Pero la purpurina le recuerda que está hecho de polvo de estrellas.

Mi cosmonauta luce incrustaciones de espejos, conchas marinas, lana y un estampado cósmico.

Ahora toca vestirme. Mi traje espacial de licra Moleskin ha sido concebido por Kym Barrett, la diseñadora de vestuario de Matrix y El Hombre Araña. Para adaptarlo a mí, me han tomado medidas en 118 partes del cuerpo, incluyendo el grosor de los dedos. Para la capucha, han escaneado mi cabeza con rayos láser y fabricado un molde en una impresora 3D. El Circo del Sol es una gigantesca fábrica de ropa y accesorios. Produce sus propias telas, unos 30 kilómetros cada año, y con ellas confecciona a mano 14.000 piezas de vestuario.

Mi cosmonauta luce incrustaciones de espejos, conchas marinas, detalles en lana y un estampado cósmico. Es una mezcla de clown, extraterrestre y juguete. Lo único que delata su relación conmigo es el bulto que le brota debajo del pecho. En el mundo real no soy especialmente panzón, pero con este traje parezco embarazado.

Me miro en el espejo. Ahí está él, con su cara de pintura de Miró, asustado de mí.

—¡Atención! —ordena un altavoz— ¡Cinco minutos para el ensayo general!

Floto en un universo de científicos locos, ranas a escala humana, torsos musculosos y un señor que parece ser el diablo. El tiempo se hace más lento.

El autor del reportaje recibe las felicitaciones del elenco participante en el nuevo espectáculo del Circo del Sol tras culminar un ensayo general en Bruselas.

—¿Estás nervioso? —pregunta Massimo.

—No —miento.

—Tienes que estar nervioso. Para hacerlo bien hay que estar preocupado de que salga mal.

Calculo que entonces me saldrá perfecto.

Después de darme la bienvenida oficial, comienza a sonar la música. En el escenario se levanta un prado verde y una sabana africana. La escenografía es una proyección de luz sensible al movimiento. Si pisas el agua, se forman ondas en la superficie. Si tocas la arena, se deshace.

Los artistas se van sumando al baile en orden de aparición. Los cosmonautas somos los últimos. Yo debo desplazarme al frente y luego al centro del escenario. Arropado por ese universo fantástico, me siento parte del ecosistema. Cada uno de mis movimientos resulta extrañamente natural, como si no fuese posible hacer nada más. Giro en la dirección correcta. Mi cuerpo se entrega al ritmo. La música se apodera de mí. ¡Estoy bailando!

—¡OK, terminamos! —ordena Neela, la directora artística.

No puedo creer lo que he hecho. Hace 10 días, no habría apostado por mí. Al final, lo he bordado. Como un reloj. El corazón quiere explotar en mi pecho. Creo que todos van a felicitarme. En efecto, el capitán cosmonauta Tamir se me acerca. Asumo que le corresponde la felicitación porque es el jefe de mi equipo. Tamir me pone la mano en el hombro. Y amablemente, me dice:

—¿Sabes si vamos a repetir el ensayo? Porque quiero enseñarte a hacerlo bien.

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