Los símbolos y el poder
La simbología es muy importante para ejercer el poder. Y los movimientos independentistas lo gestionan mucho mejor que el Estado
Una vez declarada la república catalana, los insurrectos inician ya un nuevo paso de rosca en la batalla de los símbolos. Una guerra que el Estado lleva 40 años perdiendo, por complejos o por desidia, y que ahora debería intentar ganar en una Cataluña cuyos Ayuntamientos han empezado a retirar las banderas de España tras la promulgación de la independencia.
Ni la transición democrática ni la propia Constitución de 1978 consiguieron que los españoles hicieran suya una bandera, la rojigualda, tocada por la dictadura franquista. Todavía hoy, nos cuesta colocar la bandera en el balcón o un pin en la solapa de la chaqueta. En cualquier otro país democrático, como el nuestro, el himno y la bandera son un orgullo. Pero aquí se queman y se abuchean sin pudor los símbolos nacionales mientras se enaltecen los autonómicos. La senyera o la ikurriña son dioses a los que adorar; y hasta la estelada (que no representa a una nación sino a un partido) ocupa un lugar preponderante en Cataluña.
Ayer mismo, los diputados sediciosos concluyeron el pleno del Parlament cantando Els Segadors (con la dignidad que no tuvieron al pedir el voto secreto para evitar la acción de la justicia), mientras que la sesión del Senado concluía con sus miembros apesadumbrados por haber tenido que aplicar un artículo de la Constitución para frenar una insurrección en una comunidad autónoma.
La simbología es muy importante para ejercer el poder. Y los movimientos independentistas lo gestionan mucho mejor que el Estado, que defiende la ley y la Constitución. Ya se vio en los años de plomo del País Vasco (los ochenta y los noventa), en los que enarbolar la bandera de España era casi suicida. Durante la semana grande de Bilbao, en agosto de 1993, hubo una auténtica batalla campal cuando el alcalde de la ciudad, Iñaki Azkuna, del PNV, izó la enseña nacional junto a las banderas de Bilbao, el País Vasco y Europa. Azkuna se empeñó cada año en que la bandera española presidiera las fiestas de la capital vizcaínas.
También en San Sebastián se produjo otra guerra de banderas, cuando el independentismo ya se había rendido en el País Vasco. Fue en 2011, con la llegada de un alcalde de Bildu, Juan Carlos Izagirre, a la capital guipuzcoana. Se negó a izar la bandera de España y fue obligado, con poco éxito, a colocarla allí.
Cataluña se lanzó ayer a las calles y a las plazas de sus ciudades para celebrar el espejismo de su independencia, ondeando sus banderas. Una celebración efímera, sin duda, que más se parece a la fiesta del Titanic (minutos antes de hundirse al fondo de Atlántico) que a otra cosa. Y el domingo saldrán a la calle, en Barcelona, las banderas de España. Nos esperan días difíciles en los que la capacidad coercitiva del Estado para hacer cumplir las leyes se pondrá a prueba. Ojalá que la guerra de banderas no provoque otros enfrentamientos.
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