_
_
_
_

No fue mi culpa

#Yotambién soy una de cada tres mujeres que ha sufrido un ataque sexual. Y ya no tengo miedo ni siento vergüenza de contar lo que me pasó aquella noche del verano de 1999

Ilustración: Alejandra Agudo
Ilustración: Alejandra Agudo
Alejandra Agudo

Era la una menos cinco de la madrugada de un sábado de verano de 1999. Talavera de la Reina, ciudad tranquila. Tenía 16 años y mis padres esperaban mi regreso a casa a la hora acordada después de pasar la noche con amigos.

"Llego bien", pensé mirando el reloj mientras subía la escalera que separaba el portal de la calle.

Más información
“Dije no. Pero él no paró”
No toques, ¿por qué tocas?
Qué es la violencia de género

Solía ser puntual porque si me retrasaba, mi madre sufría pensando que algo malo me había sucedido. Al final, llegué tarde. Encendí la luz del portal, que entonces no era automática —esa la instalarían después, por seguridad— y cuando abrí el ascensor pude verle reflejado en el espejo, pero no me dio tiempo a reaccionar. Me agarró por la espalda y me tiró al suelo. Debía haber entrado detrás de mí antes de que se cerrara la pesada puerta de madera y cristal. ¡Maldita puerta!

Era alto y rubio. Aparentaba unos 20. Se abalanzó sobre mí y todo su peso me cayó encima. Me tocaba los pechos mientras jadeaba. Ni una palabra pronunció, solo emitía una asquerosa respiración excitada. Varias veces trató de bajarme los pantalones, que llevaba atados. Aquel día, a diferencia de mi atuendo habitual para los fines de semana, no me puse falda. Tampoco top de tirantes, lo sustituí por un cuello alto de licra bien ceñido. Muchas veces he pensado que, pese a lo traumático de la experiencia, tuve suerte. Con la tensión del momento, aquel bastardo no acertó a deshacer el doble nudo, ni consiguió romper la camiseta por más que tiraba de ella. Así que se tuvo que conformar con apretarme el coño y las tetas por encima de la ropa. También el culo, mientras con las rodillas me separaba los muslos y se frotaba conmigo a golpetazos.

Era alto y rubio. Aparentaba unos 20. Se abalanzó sobre mí y todo su peso me cayó encima. Me tocaba los pechos mientras jadeaba

Yo gritaba. "¡Ayuda!".

Eso decía mi boca mientras no me la tapaba. No sé si le insulté. Puede que sí. Mi pensamiento, sin embargo, iba por cuenta propia: "Así no, así no". ¡En aquel momento estaba preocupada por no perder mi virginidad de aquella manera! Casi podía intuir el trauma que eso me causaría, pataleaba y braceaba intentando empujarle, apartarle de mí. Quería recuperar el control sobre mi cuerpo y que se acabase aquella humillación. No lo conseguía, aunque al día siguiente me enteré de que en el forcejeo le había arañado la cara, no sé si con las uñas o con las llaves que llevaba en mi diestra y que no solté en ningún momento.

No sé cuánto tiempo pasé atrapada entre el gres y su cuerpo. Quizá fueron menos de cinco o diez minutos. Puede que 15. Fue eterno. Aún hoy recuerdo muchos detalles como si viera una película a cámara lenta.

Creo que se asustó o se hartó de la pelea. De repente, se puso de pie. Le vi mejor. Observé que, efectivamente, medía al menos 1,80, de piel clara, aunque estaba bastante rojo. Llevaba deportivas blancas, bermudas azul marino y una camiseta también azul, aunque algo más claro, con el logo de Port Aventura. En esas agarró el asa de mi pequeña bandolera. Ahí sí estuve rápida.

"Como se lo lleve sabrá cómo me llamo y dónde vivo".

Así que me aferré al bolso con fuerza. Y ya de pie, llorando y gritando sonidos —nada ininteligible, se me había desbaratado el vocabulario— el asa se rompió. Él se quedó con ella y yo con lo importante. Mi nombre y mi privacidad. Se cayó de culo y en su huida a trompicones hacia la calle, se chocó contra el cristal de la puerta. Allí dejó una gran marca de sudor con sus manos que después, por la mañana, la policía examinaría para tomar las huellas.

No sé cuánto tiempo pasé atrapada entre el gres y su cuerpo. Quizá fueron menos de cinco o diez minutos. Puede que 15. Fue eterno

No me tenía en pie. Marqué el 10 y subí tirada en el suelo del ascensor. Timbre. No sé qué aspecto tenía cuando mi madre (¿quizá mi padre?) abrió la puerta. Lloraba.

"Me han intentado violar en el portal".

Eso dije, aunque no sé si con todas sus letras y palabras. Pero me entendieron. Si no me traiciona la memoria —a partir de este punto los recuerdos son confusos—, mi madre se subió al mismo ascensor que yo acababa de dejar vacío. No llevaba consigo más que su rabia.

"Si se lo encuentra, lo mata", reflexioné más tarde.

Lo siguiente que recuerdo es estar frente a un policía en la comisaría. Me habían dado una taza con agua, pero debido al temblor no logré sujetarla. Le conté esta historia. Describí al agresor. Mis padres no dudaron ni un segundo de que aquello había que denunciarlo, yo tampoco. Afortunadamente.

—Parecía polaco.

—Entonces, ¿le conoces?

—No, parecía. Pero no sé quién es.

No sé por qué lo dije. Resultó que lo era, pero eso no tiene importancia. Creo que fue mientras respondía al agente: de repente, como una punzada, sentí culpa. “Si hubiera cerrado la puerta tras de mí… Quizá quería que me pasara algo para llamar la atención. Si no hubiera ido con ropa tan ajustada… ¿Me había pasado con el maquillaje?”. Respuestas erróneas para tratar de explicar por qué me había ocurrido a mí.

En realidad, nos sucede a una de cada tres en el mundo. Puede que a más: muchas lo callamos durante un tiempo o eternamente porque siempre nos queda esa duda de si hicimos algo mal. La vergüenza. La primera mujer que me dijo que aquello era más normal de lo que yo creía fue la enfermera que me atendió en el hospital. “A mí también me pasó algo así, bonita. Piensa que esto solo ocurre una vez en la vida, y tú ya lo has pasado”. Por cruel que parezca, aquella frase me tranquilizó. A mí ya no me iba a tocar. Y no estaba sola. Alguien, no sé si ella, revisó mis heridas: me había clavado uno de mis anillos y mi mano sangraba un poco, además tenía marcadas las manazas del agresor en mi cuello. Dos calmantes y a casa a dormir.

Al día siguiente, llevé mi ropa sin lavar en una bolsa a la policía, como habían solicitado. No hicieron falta muchas más pesquisas, aquel domingo soleado ya habían encontrado a mi agresor. Le reconocí.

Muchas lo callamos durante un tiempo o eternamente porque nos queda esa duda de si hicimos algo mal

—¿Estás segura?

Yo, desde la parte trasera del coche: “Sí, es él”.

Mi padre llamó al agente que interrogaba al chaval, que después supe que tenía 15 años, y le confirmó mi certeza. Era él, no tenía ninguna duda. Tampoco después, cuando me lo he cruzado por la calle.

"Menos mal que no te ha pasado nada grave".

Sé a lo que se refería mi madre con aquella frase, pero algo me había pasado. Algo que acordamos que solo contaría a mis amigas —como si fuera un secreto— para que, durante un tiempo, me acompañaran a casa por la noche. Sabía que más gente lo sabía, pero nunca hablaba de ello abiertamente. No sé si fue por decisión propia, pero lo sucedido se convirtió en algo que no debía contar, una experiencia vergonzante… ¿Algo de lo que sentirme responsable? Creo que mis padres nunca más han mencionado aquel episodio en un intento de protegerme. Tampoco he hablado jamás con mi hermana mayor de ello. Ni siquiera fui al juicio que desencadenó mi denuncia. Casualmente, la citación llegó tarde. Pero siempre he sospechado que mi padre y mi madre escondieron las notificaciones de correos para evitarme el mal trago. Lo que me perdí, según el comisario al cargo del caso, fue su confesión y condena a recibir tratamiento psicológico.

La vida en casa siguió como si no hubiera ocurrido. Borrón y cuenta nueva. No fue así para mí. Aún pido a los taxistas que esperen a que entre en mi casa (probablemente no soy la única que lo hace), miro hacia atrás constantemente si voy por alguna calle poco concurrida y si me cruzo con algún hombre (seguramente una bella persona) en tales circunstancias se me encogen los músculos del cuerpo. Siempre alerta. Lo confieso: alguna vez me he sentido perseguida y me he metido en el primer establecimiento que he encontrado abierto. Y no soporto frases del tipo “si mi intenta violar un tío bueno, yo me dejo”.

No puedo reprochar a mi familia, sin embargo, que trataran de protegerme con el silencio. Al menos, esa ha sido siempre mi sensación. Quizá el silencio fuera autoimpuesto y —como se dice— la procesión iba por dentro, pero a la vez me permitió decidir conscientemente cuándo, cómo y a quién contárselo. Todavía como si de un secreto se tratase, se lo revelé a mi actual pareja, después a amigos de confianza, hasta que un día empecé a contarlo delante de cualquiera si venía al caso. Por activismo. Que se sepa.

Aún pido a los taxistas que esperen a que entre en mi casa (probablemente no soy la única que lo hace)

Ya no tengo miedo, pero tampoco me siento una heroína ni más fuerte, como suelen decir algunas famosas cuando manifiestan públicamente las agresiones de las que han sido víctimas. Ojalá nunca me hubiera pasado. Ni le pasara a ninguna. Ojalá todos los hombres del mundo se sintieran iguales a las mujeres y no les pegaran, ni discriminasen ni violasen. Pero todavía uno de cada tres europeos justifica el abuso sexual en determinadas circunstancias, como que ella haya bebido o vaya vestida con ropa "sugerente". Hay mucho trabajo que hacer con ellos.

Por mi parte, para llegar a este punto de convencimiento y clarividencia sobre mi papel en esta historia, han tenido que pasar muchos años en los que miles de veces me he repetido que no fue mi culpa. No me dejé la puerta abierta adrede, ni iba demasiado provocativa, ni quería llamar la atención. No fue mi culpa, ni lo es de ninguna mujer a la que le pase algo parecido, o más grave (como se refería mi madre a la violación consumada). Y somos millones.

A ti que también te ha pasado

Hola, mujer anónima. Tú me escuchaste relatar cómo intentaron violarme en el portal de mi casa cuando tenía 16 años; se lo contaba a una compañera del periódico mientras esperábamos sentadas en un banco a que comenzase la marcha del 8 de marzo en Madrid.

—Quizá debería escribirlo, pero me da miedo la reacción de la gente, ya sabes, las redes sociales.

Esto le decía a mi colega, cuando...

—Perdona que te interrumpa –dijiste–, pero no he podido evitar escucharte. Te pido que lo escribas porque a mí también me ha pasado.

Te lo prometí y aquí está.

No te pregunté tu nombre. Podrías ser María, Pilar, Laura, Sara… o todas ellas. Millones de nombres con una historia común: no somos culpables; fuimos víctimas de hombres que se creen con derecho a forzar a las mujeres. Y no lo tienen. Nunca. Así llevemos falda, nos quitemos la camiseta, volvamos de madrugada a casa o vayamos borrachas. Ya no tengo miedo de contarlo. Que se sepa.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Sobre la firma

Alejandra Agudo
Reportera de EL PAÍS especializada en desarrollo sostenible (derechos de las mujeres y pobreza extrema), ha desarrollado la mayor parte de su carrera en EL PAÍS. Miembro de la Junta Directiva de Reporteros Sin Fronteras. Antes trabajó en la radio, revistas de información local, económica y el Tercer Sector. Licenciada en periodismo por la UCM

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_