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EL ACENTO
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Manolo Escobar, Llach y los cerdos

En una inversión de papeles, el autor de "Mi carro" se convierte en símbolo de la canción protesta frente al fundamentalismo 'indepe' del cantautor

Lluís Llach, en el Parlament de Cataluña.
Lluís Llach, en el Parlament de Cataluña. QUIQUE GARCÍA (EFE)

Solo desde un estado de enajenación podría haberse imaginado hace unos que Manolo Escobar se convertiría en icono de la canción protesta y que Lluis Llach degeneraría en los comportamientos de un opresor. Estaban cambiados los papeles en tiempos de Franco. Y no porque Escobar fuera un opresor ni un esbirro, pero su repertorio cañi proporcionaba al régimen una anestesia de caspa, tronío y salero, mientras que el quejido de Llach representaba en el exilio francés la plegaria contra la tiranía y la vejación del pueblo catalán.

Es la perspectiva desde la que impresiona la versatilidad de L’Estaca. El himno de la opresión ha derivado en instrumento de pureza étnica y cultural. Y Lluis Llach se ha ofrecido como guardián de las esencias y expresión intimidatoria, montonera, hasta el extremo de haber propuesto perseguir y denunciar a los funcionarios que se resistan a someterse a la ley de transitoriedad.

Impresiona leerla, la ley, porque podría haberse redactado en cualquier modelo de democracia imitativa y degenerada. Y porque no termina de entenderse que las víctimas del franquismo y las personalidades que lo padecieron, Lluis Llach, por ejemplo, suscriban un proyecto político que desfigura el parlamento, neutraliza la oposición, manipula los referendos, exalta la nación, multiplica la propaganda, excluye la diferencia y organiza grandes movilizaciones populares.

Franco está vivo. No ya porque lo resucitan obsesivamente el movimiento indepe, Pablo Iglesias y los adalides fanáticos del nacionalismo, sino porque la misma Cataluña que padeció la discriminación y el asedio del caudillo se ha propuesto parodiarlo.

El caso de Llach es uno de los más llamativos. Ha convertido su escaño de diputado en una obligación patriótica y en un compromiso de ortodoxia nacionalista. Un buen ejemplo consiste en la sofisticación de su rechazo a la posición anti-indepe de los estamentos comunitarios. “Son unos cerdos”, resumió el chansonier en alusión a Tajani, Tusk y Juncker, y en referencia a la foto de familia que se hicieron con Felipe VI y Rajoy en Oviedo arropando el orden institucional.

Llach es un converso. De oprimido a opresor. De la resistencia al dogma. Y produce embarazo escuchar las reflexiones sobre el Estado tiránico, cuando la revolución que él mismo dice encarnar proviene del sistema y aglutina todos los recursos del sistema. Nada más sencillo en la patria oprimida ni más convencional que adherirse al movimiento soberanista. El heroísmo, la transgresión, consisten en la defensa del orden constitucional y de la cultura compartida, de forma que Manolo Escobar asume de manera abradacadabrante —como diría Jacques Chirac— la melodía de la provocación. Y no porque sus canciones conmuevan el alma —más bien la trituran, la desasosiegan— sino porque el sentido del humor y la percusión de la pandereta adquieren un valor catártico frente al fundamentalismo.

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