Tirar de la manta
En estos días de angustia y miedo, de violencias y odios renovados, se hace más evidente la necesidad de arrojar luz sobre nuestros fantasmas
En pleno mes de julio y sin ninguna apariencia de solemnidad, mi madre me donó un paquete de ropa de casa: un juego de cama blanco y una extraña manta de crochet. ¿Qué es esto?, le pregunté. Son unas sábanas de soltera de tu abuela por estrenar con sus iniciales bordadas en blanco. Ah, muy bien, dije yo intuyendo que alguna grave revelación sobre el pasado estaba por llegar. ¿Y esto otro?, pregunté de nuevo señalando la manta. Silencio. La extendí: decenas de cuadraditos de mil colores, tejidos a mano, todos diferentes, que engarzados forman un cuadrado mayor rematado con bonitos flecos. Está todo limpio —prosigue mi madre con tranquilidad—, tu tía lo guardó en un armario. Bueno, pero ¿qué es? —insisto. Me responde de corrido: esto-es-la-manta-de-refugiada-que-lasmujeres-de-la-Cruz-Roja-francesa-le-dieron-a-tu-abuela-cuando-cruzó-la-frontera.
Aquí podría hacer literatura y decir que se me hizo un nudo en la garganta, pero no es verdad. Son ya muchos años viviendo en España. Tengo cierta familiaridad con los fantasmas que planean sobre nuestras cabezas. En ocasiones se manifiestan y debo tratar con ellos, aunque no sepa muy bien cómo. Pero, pero, ¿qué hacían con esas mantas? —pregunto tontamente, respirando fuera del tiempo, tratando de romper la normalidad del silencio. Responde sin mirarme: son cobijas… ¡para envolver a las criaturas! Ella fue una de esos miles de criaturas. Fue a ella a quien cubrió esa frazada en la última de las cuatro ocasiones en las que cruzó la frontera a pie. Está todo limpio —insiste ella, como si esto fuera a hacerme sentir a salvo de todo mal. Mirándome a los ojos, afirma tranquila: tu tía y yo creemos que ahora debes tenerlo tú.
Olvidar a los que sufrieron con la dictadura cerró el problema, pero no lo resolvió
Salgo a la calle. Rodeada de turistas haciendo compras, muerta de calor, me agarro a la manta y a las sábanas vírgenes, y rompo a llorar. Bajo las gafas de sol, resbalan lagrimones que nadie ve. Ni falta que hace, pensé yo. Hoy, tras leer Desenterrar las palabras, de Clara Valverde Gefaell, pienso diferente. En el Estado español, unos 26 millones de personas fueron impactadas por el horror de la Guerra Civil. Familias enteras —de uno y otro bando— escondieron sus heridas bajo una gruesa manta de espantado mutismo que se hereda de generación en generación. Los estudios sobre los traumas psicológicos de las guerras y el Holocausto analizan las consecuencias personales y sociales de la imposibilidad de hacer los duelos en la primera, segunda y tercera generación de supervivientes. En España vamos por la cuarta.
En estos días de angustia y miedo, de violencias y odios renovados, de manos alzadas en saludo fascista, pero también de llamamientos al diálogo y al consenso, se hace todavía más evidente la necesidad de arrojar luz sobre nuestros fantasmas. Como señala Lluís Quintana en Más allá de todo castigo, olvidar a los que sufrieron con la dictadura cerró el problema, pero no lo resolvió. El reconocimiento público del dolor necesita de la narración y de la escucha, pues la carga inconsciente de lo que no se habla retorna con la confusa rabia de lo reprimido. Revivir los recuerdos no daría lugar ni al rencor de los vencidos —la manta está limpia—, ni a la renovada impiedad inclemente de los vencedores, sino que podría convertirse en una estrategia para generar una auténtica reconciliación. No hay superación del pasado sin reparación. Francia, Alemania y Sudáfrica presentan modelos a seguir.
Saquemos la manta del armario y tejamos una convivencia sana, fértil y pacífica.
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