El circo
Debemos asegurarnos de que nuestro último adiós se diga apropiadamente
Nos gustaban los circos. Los circos como este donde estoy ahora, en medio de la pampa, la pampa de pueblo chico donde me crié, la pampa plana, la pampa helada. Nos gustaban los circos como este donde ahora miro a un trapecista con labios de bótox, a un equilibrista con peluca. Un circo que es y que no es como aquellos a los que íbamos juntos. Un circo sin aserrín, sin leones, sin motos en el círculo de la muerte. Nos gustaban los circos. El secreto de los circos (“Imagínate, hijita, la vida de esta gente, de pueblo en pueblo, qué maravilla”, me decías, y yo pensaba con terror que un día ibas a irte como esa gente, de pueblo en pueblo, qué maravilla, que ibas a dejarme sola), los circos magníficos, las tres pistas, los trapecistas enlazándose en el vacío como aves enervadas, vos con tu bufanda gris tejida por mamá, tus manos suaves (“Son despreciables, hija, hijita, no son de trabajador. Yo quería manos de albañil, no estas manos”, decías, y yo me preguntaba si lo hermoso era hermoso o, como decías, despreciable), y yo arrebujada en mi tapado de terciopelo apretando mi terror o mi risa contra tus solapas, tu niña salvaje, tu niña con olor a cloro de piscina (“Ese traje de baño te queda precioso, hija, hijita”), tu niña con olor a pólvora (“Qué puntería, hija, hijita”), tu niña con vestido blanco y pelo tirante y aros de perlas en el desfile del kinder (me llevabas de la mano por la pasarela mirándome como si me quisieras, me estuvieras queriendo, me querías), tu niña loca (“¡Pa, voy a tener un barco, voy a vivir en una isla!”, “Ah, hija, hijita, no sueñes, todo es fracaso, polvo, nada”), tu niña en esa pampa que era a veces infierno. Ahora hablamos por teléfono los domingos. Del frío, de la salud de tus perros. Como un amor gastado que no sabe de qué hablar. Sólo que sí sabemos. Pero debemos asegurarnos de que nuestro último adiós se diga apropiadamente.
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