La política de Don Draper
La realidad del presente tiende a imponerse al mesianismo. Lo hemos visto con los llamados ayuntamientos del cambio
El futuro, en política, es cosa del pasado. Una antigualla de cuando napoleones y lenines bajaban de la montaña con las tablas de la ley. Si el futuro sigue ahí, imponiéndose a las urgencias del presente, es porque suena mucho más cómodo, bonito e ilusionante, por usar una palabra muy repetida estos días. Gobernar y administrar un país que existe es feo y, en el fondo, a nadie le gusta. Los países tienen conflictos tediosos, necesidades básicas, presupuestos y balanzas de pagos. Los países son complicados, están llenos de gente que no piensa como tú o que no piensa en absoluto, y de individuos que se empeñan en no votarte y que, haciendo honor al pensamiento del Nobel de Economía de este año, Richard Thaler, son irracionales, imprevisibles y van a lo suyo. Por eso es mejor gobernar en un futuro sin todas las cosas que molestan del presente: sin pobres, sin ricos, sin delegados del gobierno, sin españoles, sin infieles o sin vecinos de arriba. El futuro tiene la ventaja de estar hecho a nuestra medida.
La política del presente se parece demasiado a una junta de comunidad de propietarios, pero la política del futuro puede pintar Arcadias e Ítacas y pronunciar discursos emocionantes que saquen a la gente a la calle a llorar y a cantar himnos. Por suerte, la realidad del presente tiende a imponerse al mesianismo. Lo hemos visto con los llamados ayuntamientos del cambio. En estos dos años, la burocracia municipal ha obligado a rebajar la retórica. Aunque Ada Colau siga proclamando la necesidad de una política “ilusionante”, ya sabe que administrar una ciudad tiene más que ver con cambiar baldosas y reparar tuberías que con el fervor asambleario de una plaza abarrotada.
La política del futuro puede pintar Arcadias e Ítacas y pronunciar discursos emocionantes que saquen a la gente a la calle a llorar y a cantar himnos
Más que a las utopías del pasado, donde el paraíso del más allá se sustituía por el paraíso socialista o nacional, la política del futuro se parece más a los lugares comunes de los libros de autoayuda. Los nacionalismos y mesianismos de hoy son ese tipo de mediana edad que lee en un texto de psicología de andar por casa que aún está a tiempo de vivir la vida que soñaba a los quince años, que lo deje todo y confíe en que las cosas van a salir bien porque cree en sí mismo. No importan lo previsible del desastre ni el daño que va a hacer a toda la gente que le quiere, porque los sueños están por encima de lo demás. La insatisfacción existencial del Don Draper de Mad Men se ha trasladado al discurso político, y estos adolescentes eternos, ya calvos, canosos y cansados de su casa de Pedralbes y su chalet en Cadaqués, nos van a estampar a todos en su moto nueva.
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