La convivencia en un vagón del Ave
El espacio público es un reducto de cualquier Parlamento. O al revés: el Parlamento es un micromundo de la calle. La convivencia en las aceras, las ciudades y los países es una mera cuestión de escala
El domingo pasado, por la tarde, cogí el Ave en la estación de Sants para regresar a Madrid, donde vivo desde hace 15 años. Había pasado unos días en Barcelona cuidando a mi madre y escuchando cómo las vecinas de toda la vida que subían a visitarla me preguntaban qué opinaba de lo que estaba ocurriendo y qué iba a pasar. No sé si vieron en mí al oráculo porque vivo en Madrid, porque soy más joven que ellas, porque trabajo para un periódico o porque se lo preguntaban a cualquiera que quería escucharlas con la esperanza de hallar palabras tranquilizadoras. Me temo que no supe cómo tranquilizarlas. Pero regresé constatando, una vez más, que la gran mayoría de la población quiere, por encima de todo, incluso por encima de su propia ideología o ceguera, paz. Sin embargo, al llegar a la estación, esa convicción comenzó a resquebrajarse.
Al pasar el control de seguridad no me sorprendió ver la gran cantidad de banderas españolas que ondeaban, me inquietó que ondeasen. Las banderas, todas las banderas, me remiten a los estadios de fútbol, a su tono y a su simplificación argumental (a favor o en contra). Supuse que terminar el día envuelto con la bandera –como un héroe de guerra- forma parte de la épica de quien decide costearse un viaje a Barcelona para “ayudar a los amigos catalanes”, “reivindicar la unidad española”, sentirse reivindicativo, “salvar Cataluña” o incluso “salvar a España”. Por lo que pude escuchar.
Al tren de las 17.25 le habían añadido 10 vagones y el viaje se presentaba colorista. Por fortuna había reservado asiento en el vagón “Silencio”, ese reducto de civilización con el que el Renfe ofrece un espacio libre de ruidos -móviles incluidos- para quienes prefieren viajar sin distracciones sonoras.
Un grupo de viajeros portadores de banderas españolas entró en el vagón dando vítores. Una joven se levantó y, con buenos modales y en perfecto castellano, les indicó que estaban en el vagón “Silencio” y les pidió que lo respetaran. Fue entonces cuando el vagón se convirtió en un patio de colegio
-¿Entonces no podemos hablar? –quiso saber un hombre con la bandera de España bordada en el pecho.
-¿Y si tosemos? –inquirió una mujer con el pelo teñido de rubio.
-¿Y si comemos patatas fritas, cric, crac? –preguntó otra mujer buscando la carcajada de sus amigos.
-¡Denúncianos, denúncianos igual que nosotros hemos venido a denunciar a Puigdemont! –culminó uno tipo con barba.
El grupo hizo caso omiso a la chica y siguió hablando. En ese punto puse en marcha la grabadora. Las conversaciones eran del tipo:
-Estamos todos. He visto a los Cabeza de Vaca.
Apareció uno de los azafatos ofreciendo auriculares. Y se esforzó en reclamar silencio. Los abanderados continuaron el diálogo que tanta risa les causaba.
-¿Podemos respirar?
A estas alturas era ya un coro el que reía, la gran mayoría del vagón.
Por megafonía pidieron respeto para los viajeros, moderar el volumen de los teléfonos móviles y ponerlos en silencio en el coche ocho. Recordaron que en ese vagón, en el ocho, estaba prohibido hablar por teléfono y debía respetarse el silencio.
En ese momento un hombre vestido con polo azul gritó:
-¡Viva España!, ¡Viva Cataluña!, ¡Viva el Rey! Y el coro de viajeros contestó.
No hace falta anotar que quienes no regresábamos de manifestarnos nos mirábamos atónitos. Es cierto que tras los primeros minutos, muchos de los abanderados se fueron a la cafetería. Pero las conversaciones continuaban haciendo caso omiso a las advertencias.
Entonces otra mujer se levantó. Les recordó, con serenidad, que estaban en el vagón del silencio, “por si con tanto jaleo no lo habían podido oír”.
-Cojo mucho el Ave, pero no sabía que existieran vagones de silencio.
-Que usted no lo supiera no quiere decir que no existan.
-¿Y qué tenemos que hacer? ¿Meditar? –preguntó el hombre que había pedido a la joven que lo denunciara.
-Usted puede meditar, si sabe, puede rezar si quiere, puede leer, pensar, trabajar, dormir o lo que considere oportuno siempre que lo haga en silencio.
-¡Ah, es para poder trabajar! –replicó la mujer que hablaba. Es que no lo hemos elegido nosotros.
-Pero nosotros sí –respondió la mujer que se había levantado de su asiento. En la cafetería pueden hablar. Tal vez puedan incluso celebrar, pero deben entender que si han ido a Barcelona a reclamar el cumplimiento de la ley resulta inverosímil que no sean capaces de acatarla en un simple vagón de un tren.
La señora se sentó en su asiento y las voces se suavizaron. Hubo silencio en el vagón de silencio. Pensé que, a veces, es necesario explicar, o pedir las cosas dos veces. O tres.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.