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Tribuna
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Reforma constitucional y Cataluña

Es preciso integrar políticamente las nacionalidades, sin más asimetrías que las racionales

Sesión de control al Gobierno en el Senado.
Sesión de control al Gobierno en el Senado. Uly Martín

La Constitución Española de 1978, tan invocada y ponderada por unos cuando les conviene, como denostada o difamada por otros, cuando así lo ven interesante para construir su relato, puede ser, aunque ahora parezca difícil de vislumbrar, el puente o punto de partida para una posible solución a la encrucijada catalana. Sin perjuicio de analizar los múltiples factores, así como las concurrentes responsabilidades que nos han conducido a la situación actual, representada tanto por la reciente declaración unilateral de independencia del Parlament de Cataluña como por la aplicación subsiguiente del artículo 155 de la Constitución, parece lógico concluir que ha llegado la hora de plantear, en positivo, salidas al laberinto actual.

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Más allá de la grave situación en Cataluña, son bastantes los problemas que derivan de un Estado autonómico que, si bien tiene la estructura propia de poder de un sistema federal, lo cierto es que carece de su funcionamiento. Ante esta realidad, en la que se constata la necesidad de integrar políticamente las nacionalidades (sin generar más asimetrías que las justificables y racionales) pudiera tener sentido afrontar, por la vía de una reforma constitucional, la configuración de un Senado federal. Un Senado que no sea una simple réplica del Congreso y en el que participen de verdad las comunidades autónomas. También tendría sentido sustituir los actuales estatutos de autonomía por constituciones de las comunidades autónomas, en todo caso subordinadas a la Constitución de España como Estado federal, pero con un procedimiento de reforma y control constitucional diferenciado. Como igualmente lo tendría incorporar las reglas de la financiación autonómica a la Constitución y reformar, en buena medida, su Título VIII, tomando en consideración la compleja compatibilización entre nación y nacionalidades en un mismo Estado federal guiado por un principio de lealtad federal.

Tiene razón el nacionalismo catalán cuando pone sobre la mesa el sentimiento de una parte de la población de Cataluña a la cual, aunque algo tarde, hay que saber escuchar. Tiene razón el PSOE cuando afirma que solo con la aplicación de la ley no se saldrá de la encrucijada, pues no puede ni debe renunciarse a la reconciliación. Tiene razón el PP cuando señala la importancia de respetar las reglas del Estado de derecho, así como la conveniencia de no olvidar las consecuencias que derivan de la violación de la ley. Tiene razón Podemos cuando insta a no aprovechar la ocasión para apostar por una recentralización competencial interesada en favor del Estado. Tiene razón Ciudadanos cuando reclama que en Cataluña se preste atención a aquel sector de la ciudadanía que no se siente representado por la visión independentista. Y tiene razón el PNV cuando reclama una salida pactada a la crisis institucional en la que, desde el respeto a la legalidad y a la democracia, se afronte la necesidad de diseñar un nuevo encaje de la realidad territorial en la Constitución y en los diferentes estatutos de autonomía.

El Estado autonómico  tiene la estructura propia de poder de un sistema federal, pero carece de su funcionamiento

Por todas estas razones, el resquicio a una hipotética salida de la situación actual podría pasar, no solo pensando en Cataluña, pero también, por abrir un procedimiento de reforma constitucional. Aprovechando la coyuntura debiera reflexionarse también acerca de la reforma del sistema electoral, la sucesión en la Corona, el reforzamiento de los derechos sociales y la obligada mención a la presencia de España en la Unión Europea.

Pese a la puesta en marcha y activación de una comisión parlamentaria encargada de este debate, no debiera desdeñarse su acompañamiento por una comisión técnica y plural de expertos constitucionalistas y procesalistas, a ser posible sin “mochila de partido”, que representasen a aquella generación de ciudadanos que, siendo hijos de aquella que hizo posible la Transición, tienen ahora la oportunidad y el deber de dotarse de una Constitución que les permita afrontar, en convivencia y con un nuevo modelo territorial, los desafíos de un mundo globalizado, así como las nuevas demandas sociales.

No es una labor sencilla, pero nos lo debemos a nosotros mismos y a nuestros hijos. Esta reforma constitucional no debiera perseguir una recentralización generalizada e irreflexiva de competencias por parte del Estado ni tampoco convertirse en la excusa perfecta para camuflar un trato de favor, generador de desigualdades más allá de las que resulten justificadas, entre diferentes territorios. Ahora es nuestro tiempo y, aunque algo tarde, hay que empezar.

David Vallespín Pérez es catedrático de Derecho Procesal de la Universitat de Barcelona.

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