Oros
A veces sentimos la necesidad de salirnos un momento, de olvidarnos de lo que pasa alrededor para fijarnos en lo que pasa dentro
Cuando llegué a Barcelona salí a pasear por la noche. Fue un paseo largo que he repetido casi todas las noches que llevo aquí. Si veo un lugar con un nombre que me despierta curiosidad, me siento y busco su historia. Lo mismo hay que hacer con las personas. Me ocurrió, por ejemplo, con la Plaça Cinc D’Oros. Como nieto de tabernero, crecí entre fichas de dominó y baraja española: supe que la plaza se llamó de esa manera por las cinco rotondas que tenía a principios del siglo XX. Luego su nomenclatura empezó a adaptarse a la Historia: plaza de Pi i Margall en la Segunda República, de la Victoria después de 1939 con un águila tan mal hecha que la plaza fue conocida como plaza del Loro, de Juan Carlos I en 1981 tras el 23-F, Cinc D’Oros desde septiembre de 2016. Hasta que alguien del siguiente Gobierno pierda una dramática partida al tute, la plaza se quedará así.
De repente, cuando aún tenía la mirada en el móvil, empezó una cacerolada. Miré hacia arriba: numerosos vecinos habían salido a las ventanas y los balcones. Golpeaban fuerte y en silencio, con cierta cadencia: si el procés dura unos meses más se conseguirá interpretar algo entre todos, y el Gobierno no podrá negarles nada.
Me iba a levantar ya cuando vi a una pareja de chavales apoyada en una moto. Unos 18 o 20 años. No hacían caso a nada, y eso que parecía imposible en aquel momento; de hecho esa moto probablemente fuese el único lugar de Barcelona en que no se hablaba de política y se estaba a las cosas importantes. Siempre pensé, al final de todo, que el verdadero éxito de Casablanca es la romántica desconsideración de Rick e Ilsa en París, más preocupados del color de sus vestidos que de los uniformes nazis. Así que me fui de allí dándole vueltas a la moto: es imposible no besar a nadie cuando te apoyas en ella con el casco en el brazo. Tan entusiasmado estaba el día en que mi abuelo me dejó su vespino, que no pude esperar más y le eché la boca con mi pierna en el carenado, como en las películas; reaccionó hábilmente poniendo la mejilla.
Había malotes con moto y luego estábamos los que andábamos con la del abuelo. Los segundos nunca morreamos con ella, pero tampoco vivimos muchas declaraciones de independencia. Cuando lleguen, la aparcaremos y nos besaremos con el primero que se ponga por delante. No tanto por amor como por la necesidad de salirnos un momento, de olvidarnos de lo que pasa alrededor para fijarnos en lo que pasa dentro.
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