Al cerrar los ojos
Las refugiadas sufren un doble riesgo: el de vivir huyendo y el del simple hecho de ser mujer. Esta es la historia de una de ellas
En 2015, los países europeos se comprometieron a acoger a 120.759 refugiados; ahora, en septiembre de 2017, el 74% todavía espera su destino. Mientras los gobiernos europeos fallan, la sociedad civil reclama que cumplan con las responsabilidades que asumieron. Para ello nació Sick Of Waiting que, este próximo sábado 30 de septiembre, ha movilizado protestas en más de 30 ciudades europeas y que hace hincapié en la situación de las refugiadas, que sufren un doble riesgo por el simple hecho de ser mujer. Esta es la historia de una de ellas.
Cuando cierra los ojos puede ver todo lo que ha perdido. Los colores de la tarde en la calle tras su ventana; las voces y los ruidos, entretejidos a una alfombra viva y familiar; los sabores de su propia niñez; los olores de los cuerpos de sus hijos. Y después, el miedo. Frío como metal en sus órganos. Se acuerda del terror. Se acuerda de la desesperanza cuando su marido decidió intentar cruzar las fronteras y el Mediterráneo. Sin ella. Sin sus hijos. Haciendo ese viaje peligroso para solicitar que su familia se reuniera con él cuando hubiera llegado a una tierra que no temblara en la noche por el chirrido de la guerra acercándose. Pero el plan falló. Porque las promesas de los políticos no se cumplen cuando no hay quien las pague.
Se acuerda del día en el que cayó una bomba en la calle de la escuela de su hijo mayor, que en ese momento tenía apenas siete años. Se acuerda de cómo viajó la noticia, como fuego, de casa en casa hasta llegar a su puerta. Se acuerda de sus pies descalzos azotando el asfalto, de su pelo suelto, porque cuando se muere tu hijo no te importa nada más. Se acuerda del pánico, como mercurio líquido llenando cada célula de su cuerpo, encerrándola en un miedo innombrable que la volvió sorda ante los gritos de las madres delante y detrás de ella. Entonces le vio, vivo. Y su cara, sus ojos buscándola entre la muchedumbre, fueron la cosa más preciosa que había visto en su vida. Ese día decidió entregarse a un viaje peligroso y un futuro incierto.
Dejar el hogar siempre es doloroso. Estar perdido siempre es malo. Depender de alguien en quién está comprobado que no se puede confiar es peor. Ser mujer en esta situación es una desgracia. Llevarse a sus hijos en estas circunstancias es horrible.
Cuando abre los ojos, aquí, ahora, en este contenedor gris en un campo de refugiados en Grecia, puede ver todo lo que le queda por perder. Los rostros de sus hijos. El sonido de sus respiraciones, como gotas cayendo suavemente en el lago que lleva en el alma. Cada día se hace más difícil no caer en el miedo que ha traído del otro lado del mar. Ella lucha, pero no hay nadie que la apoye. No hay normalidad. No hay alguien que le quite el peso de sus hombros, la responsabilidad tremenda de no perder este juego absurdo y fanático que Europa está jugando con los destinos de las personas refugiadas.
Vive en una ciudad de contenedores con cientos de personas ajenas. Con hombres. Y mujeres. Algunas llevan hijab, otras no. Algunas hablan árabe, otras no. Algunas son musulmanas, otras no. Algunas con hijos, otras no. Algunas viajan con sus maridos, otras no. Se siente como un animal en una trampa. No entiende el sistema, no entiende el idioma, no entiende cómo en este continente próspero puede no haber pañales para su hija menor. No entiende en qué momento se rompieron los sueños que tenía, las esperanzas. En qué momento se murió la perspectiva de volver a tener un trabajo y de ofrecer una educación digna a sus hijos.
Quiere rasgarse la cara, quiere partirse el pecho, quiere quedarse tumbada en el suelo, después de haber luchado durante minutos, durante horas, durante semanas, durante meses, durante años. Pero tiene que levantarse, una y otra vez, semana tras semana, para la próxima ronda. Hay personas que se acercan a los campos ofreciendo dinero a las familias a cambio de uno de sus hijos. Hay niños que desaparecen. Hay madres que en su completa desesperación pagan a un traficante para que se lleve a uno de sus hijos menores de edad, y poder solicitar la reunificación familiar cuando su hijo haya llegado a un país con ventanas en vez de paredes.
Ni libertad ni justicia existen en este juego. Porque no hay árbitro que pueda ver las reglas inhumanas.
Mimi Hapig es una voluntaria alemana, y miembro de Sick Of Waiting, que ha pasado dos años en Ioánina (al norte de Grecia, cerca de la frontera con Albania).
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.