Papanatismo plebiscitario
La democracia se está reduciendo en Cataluña a que todo vale si se vota, no importa qué ni por quién
Corría el año 1852 cuando Karl Marx, en El 18 Brumario de Luis Bonaparte, y Friedrich Engels, en Revolución y contrarrevolución en Alemania, acuñaron la expresión “cretinismo parlamentario”. Marx se apiadaba de los afectados, confinados “en un mundo imaginario y [privados] de todo sentido, toda memoria y toda comprensión del rudo mundo exterior”; Engels se reía de las “infelices víctimas” y su “solemne convicción de que todo el mundo, su historia y su futuro se rigen por la mayoría de votos de aquella institución representativa que tiene el honor de contarlos entre sus miembros.” Se referían, claro está, a que sus proclamas y resoluciones iban a chocar con la dura realidad de los poderes establecidos y de la lucha de clases. El sambenito hizo fortuna y fue repetido una y otra vez por Lenin, Trotsky, Gramsci y, claro está, todos sus corifeos. “No es un insulto”, diría Trotsky, “sino la característica de un sistema político que sustituye la realidad social por construcciones jurídicas y morales, por un ritual de frases decorativas.”
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Tienta calificar de tal la pretensión secesionista, sea desde el parlament o el govern, de representar la voluntad inequívoca del grueso de la sociedad catalana, cada vez que aprueban leyes del calibre del referéndum de autodeterminación y la desconexión o secesión en una cámara que no tiene competencias para ello, a la que no fueron elegidos para eso y en la que representan el 53% de los escaños, el 48% del voto y el 36% del electorado. Pero sería ingenuo hablar de cretinismo cuando han organizado con notable eficacia y apoyo un autogolpe que, en su análisis, sólo puede beneficiar a la causa: en el improbable caso de salir todo a su antojo, alcanzarían la independencia desde una minoría de la sociedad y del electorado; en el más que probable de no lograrlo, el gobierno se verá abocado a negociar entre alguna forma de ejercicio del derecho a decidir y, al menos, una batería de concesiones, sobre todo si no faltan los equidistantes que temen tomar partido o tratan de contentar a todos; en el peor escenario, la aventura dejará un nutrido archivo audiovisual de simpáticas jóvenes ofreciendo flores a los ceñudos represores, si es que no se añade algo con lo que alimentar el martirologio. (También es mala suerte que nos haya cogido con el peor y más débil gobierno de la democracia, pero no es casual.) Cretinismo, si acaso, el de los incontables indignados que, sin ser protagonistas del plan, aceptan y aplauden la reducción de la democracia al voto de unos representantes ignorando en bloque el procedimiento parlamentario debido (tecnicismos), el Estado de derecho y el imperio de la ley (con lo mal que suena), la división de poderes (no se la cree nadie), la letra y el espíritu de la Constitución y el Estatut (¡uy, esos!) y la soberanía del conjunto del pueblo español (¿el pueblo qué?).
El referéndum reclama fe en un futuro esplendoroso: al poco, Cataluña será Dinamarca, Holanda, o las dos
En la segunda oleada de la epidemia, el virus parlamentario muta en plebiscitario. Pues plebiscito es un referéndum que no se limita a tratar de cambiar tal o cual ley sino que promete y reclama fe incondicional en un futuro esplendoroso: al poco, asegura la vieja y corrupta CiU, Cataluña será Dinamarca, Holanda, o las dos; al día siguiente, promete ERC, será una república social y libre de corrupción; tarde o temprano, añade la CUP, llegará el socialismo, pero el de verdad, el comunismo. Les falta citar a Pujols: Perquè seran catalans, totes les seves despeses, on vagin, els seran pagades. Lástima que el viaje sea más bien de la pátria de la veritat (Pujols) al país de la mentira desconcertante (Ciliga). Si votar en el parlamento es bueno, hacerlo en la calle tiene que ser el bien supremo. ¿Cómo oponerse al derecho a decidir? “Més democracia” (Colau); “esto no va de independencia, sino de democracia” (Guardiola); “España no tiene un problema con Cataluña, sino con la democracia” (Ibarretxe); “una manifestación política legítima” (Iglesias). Es una idea de la democracia que se reduce a que todo vale si se vota, no importa qué ni por quién. El voto pasa a ser como blanquear el dinero: no importa de dónde venga ni a dónde vaya, siempre que se pueda presentar un recibo en orden de la última transacción. Dos mil quinientos años dando vueltas a quién, cómo y cuándo votar, a como separar y contrapesar los poderes, y resulta que era sólo esto. Si els fills de puta volessin no veuríem mai el sol, cantaba Quico Pi de la Serra. Vamos a dejarlo en que, como levanten demasiado el vuelo los papanatas, a los que la Academia define por su sencillez y credulidad, la democracia va a vivir un eclipse imprevisible. Si no lo creen, asómense a Twitter.
Mariano Fernández Enguita es catedrático de Sociología de la Universidad Complutense.
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