Congelados
Una niña que ha perdido a sus padres y que no llora nunca porque aún no sabe que las personas empiezan a echarse de menos de verdad cuando son sustituidas por otras
En Toy Story 3 se aprende que lo peor no es estar desprendiéndose de lo que uno más quiere, sino tener que hacerlo para seguir siendo feliz. En Verano 1993, la película que Carla Simón ha escrito inspirada en su propia infancia, se aprende algo parecido: despedirse del dolor es tan duro como hacerlo de la felicidad, sobre todo para quien todavía no tiene claro qué es una cosa y la otra.
En el desamor hay un vacío, ni siquiera sufrimiento, cuando de repente uno empieza a disfrutar aquellas cosas que parecían estar dispuestas para ser disfrutadas con otros. No duele tanto el pasado como cuando empieza a disolverse en el presente; cuando de repente vuelves a ser el de antes sin nada de lo que había antes, y en medio de la euforia aparece una nostalgia extraña, la última de todas, que se queda dormida a tu lado acompañándote siempre. Como los muertos y como los ex, como los amigos perdidos.
En el mundo hay unos 300 cadáveres congelados esperando resucitar algún día. Entre ellos el de una niña de dos años a la que sus padres dijeron, antes de morir, que merecía conocer otra vida que la vida de mierda que le tocó. Una empresa de criogenización explica a El País Semanal que no se espera intentar resucitar a nadie en décadas. Pueden traerse ya de vuelta muchas cosas, pero con organismos completos se complica. En Alcor, una de estas empresas a la que llamé ayer nada más salir de la radio, no pueden criogenizar a nadie hasta el 2 de octubre, por ejemplo. Hasta ahora se conoce el viaje de ida pero no la vuelta, y el hecho de hacer regresar fragmentos explica bien nuestra relación con el pasado, tan distinta a la del futuro: es más impredecible el primero que el segundo.
En Verano 1993, una estación criogenizada y objeto de un delicado estudio artístico y personal, los mejores diálogos son los gestos de las protagonistas: las miradas de Laura Artigas y las consecuencias en el exterior de su desconcierto; la paciencia y el miedo de su nueva madre, Bruna Cusí, que trasplanta a su vida una hija para incrustarla en el ecosistema de la suya anterior. Una niña que aplaza su huida para cuando no esté tan oscuro, como hacemos todos. Una niña que ha perdido a sus padres y que no llora nunca porque aún no sabe que las personas empiezan a echarse de menos de verdad cuando son sustituidas por otras: cuando a la pena le sustituye la culpabilidad y ya no se puede arreglar nada porque, como en Toy Story, todo tiene que alejarse para no morir del todo.
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