Puertas al mar
Gestionar la migración en compartimentos estancos solo consigue agravar el problema
El mar no admite fronteras. Las razones que empujan a emigrar, tampoco. Ningún país sometido a flujos migratorios debería olvidar estas dos máximas, que vuelven a adquirir relevancia en España. El Gobierno de Mariano Rajoy lleva años alardeando de que los buenos oficios diplomáticos ensayados en África han vacunado al país de epidemias migratorias como la que padece su vecina Italia. Pero las tornas empiezan a cambiar. El éxodo hacia las costas italianas cae en picado y las llegadas a las españolas se multiplican por cuatro. Urge reformular el discurso político. Y, sobre todo, convencerse de una vez de que gestionar la migración en compartimentos estancos solo consigue agravar el problema.
España tuvo una ocasión de oro de mostrar altura de miras el pasado julio, cuando Roma pidió a París y a Madrid cooperación en los desembarcos de migrantes que desbordaban a las autoridades italianas. La solicitud, algo atropellada, se topó con una negativa tajante de los Ejecutivos español y francés. Los motivos eran dos: una supuesta relajación diplomática de Italia, que había descuidado el diálogo con los países emisores de migrantes para contener los flujos, y el riesgo del denominado efecto llamada. Si las mafias captaban el mensaje de que Europa se repartía a los extranjeros que llamaban a sus puertas, la presión crecería exponencialmente, alegaban los representantes españoles.
Ambos argumentos resultan débiles. España sufrió en soledad una crisis de pateras hace más de 10 años. La resolvió con sus propios instrumentos, negociando con los países de origen y de tránsito de los migrantes que desembarcaban en las costas españolas. Lo que entonces se hizo de manera vergonzante (el Gobierno socialista de José Luis Rodríguez Zapatero eludió sacar pecho en unos acuerdos que básicamente consistían en desembolsar dinero a cambio de que cesara el tránsito hacia España), hoy se defiende como un gran éxito en Bruselas. Pero si alguna lección puede extraerse de aquella experiencia es que ningún país debería volver a gestionar en solitario lo que constituye un desafío común. Los migrantes que arriesgan sus vidas cruzando el Mediterráneo (también el Atlántico, en el caso de España) no ansían llegar a Tarifa, Lesbos o Lampedusa. Su objetivo es Europa, una tierra prometida que, con todos los matices, ofrece trabajo, sanidad y educación en condiciones infinitamente mejores que las de territorios situados a una distancia salvable. Y ese es el verdadero efecto llamada, que nadie en su sano juicio puede querer eliminar.
Europa es una tierra prometida que, con todos los matices, ofrece trabajo, sanidad y educación. Ese es el verdadero efecto llamada
Las cifras del verano han situado las llegadas a suelo español en niveles desconocidos desde 2009: entre enero y julio se han detectado ya más de 11.000 personas, un dato superior al cómputo de todo 2016, según datos de Frontex, la agencia europea de fronteras. El repunte estival coincide con una menor incidencia de las llegadas a Italia a través de Libia, cuyo Gobierno ha empezado a ceder a la presión europea de controlar más sus fronteras. Solo el tiempo demostrará si esos datos constituyen un pico o, por el contrario, inauguran una tendencia que traerá más de un dolor de cabeza a las autoridades españolas. Pero la idea de un supuesto activismo negociador de Madrid frente a la abulia de Roma hace aguas.
Italia, inventora de la diplomacia moderna, creyó durante años tener controlada la situación gracias a fructíferos acuerdos con Libia. Más allá de ayudar a algunos países de origen, España lo fía casi todo a la cooperación con Marruecos, un socio hoy tan seguro como en su día fue la Libia de Gadafi. Las revueltas del Rif y los episodios de tensión en la valla de Ceuta alertan de que el horizonte dista de estar despejado. El pacto con Marruecos, además, bordea los límites de la legalidad europea. La agencia de la ONU para los refugiados, Acnur, no deja de recibir denuncias de devoluciones en caliente en la frontera marroquí con las ciudades autónomas de Ceuta y Melilla, según recoge en su informe de agosto. Y por cada migrante que logra alcanzar las costas españolas, Rabat intercepta a otros dos que no consiguen su objetivo. Sin la discutible égida de Marruecos, España estaría tan desbordada como lo ha estado Italia en los últimos meses.
Nadie —ni Madrid ni Roma ni Bruselas— puede presumir en exceso de una estrategia tan volcada en la contención del fenómeno migratorio. Especialmente si al mismo tiempo no se construye una alternativa legal creíble para que los migrantes arriben a la Unión Europea. Es hora de cambiar la perspectiva.
© Lena (Leading European Newspaper Alliance)
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